Londres en 1888 era un escenario que parecía salido de un cuadro sombrío de Dickens. El barrio de Whitechapel estaba saturado de pobreza, prostíbulos improvisados y callejones húmedos donde la vida se negociaba por unas pocas monedas. En medio de esa miseria, Annie Chapman, madre de tres hijos, costurera devenida en prostituta ocasional, intentaba sobrevivir.
La madrugada del 8 de septiembre Annie fue vista por última vez bebiendo en un pub cercano a Hanbury Street. Testigos recordaron que, poco después de las 5 de la mañana, un hombre alto, con sombrero y acento extranjero, conversaba con ella. Media hora más tarde, su cuerpo apareció en el patio trasero del número 29. Lo que encontraron los vecinos fue más que un crimen: fue un mensaje sangriento que anticipaba el mito del Destripador.
Annie tenía 47 años. Llevaba pañuelo rojo al cuello, botas gastadas y una pollera con arreglos. Nada hacía sospechar que su destino sería formar parte de la crónica negra universal. Pero en esa ciudad en la que las mujeres eran invisibles, el filo de un cuchillo se encargó de volverla eterna.
El hallazgo que paralizó Whitechapel

El casero John Davis fue quien descubrió la escena. Salió al patio alrededor de las 6 de la mañana y se topó con la silueta inmóvil de Annie. La imagen era brutal: la garganta cercenada, el abdomen abierto, los intestinos expuestos y órganos faltantes. La precisión quirúrgica de los cortes hizo que la policía sospechara de un médico o un carnicero.
El detalle macabro: Chapman había sido despojada de su útero. Esa mutilación marcó una diferencia respecto a la primera víctima, Mary Ann Nichols, y cimentó la idea de un asesino obsesionado con trofeos anatómicos. Los periódicos sensacionalistas de la época se hicieron un festín: titulares como “Horror en Hanbury Street” y “El asesino del Este de Londres ataca de nuevo” circularon por toda la ciudad, desatando pánico.
Lo más cruel del mito de Jack el Destripador es cómo sus víctimas quedaron relegadas a simples nombres en una lista. Annie Chapman no era solo “la segunda asesinada”. Nacida como Eliza Ann Smith, había estado casada con un cochero, John Chapman, con quien tuvo tres hijos. Uno murió joven, otro era discapacitado, y la pareja terminó separada cuando John descubrió la adicción de Annie al alcohol.
El deterioro físico y emocional la arrastró a la calle. Vivía en alojamientos baratos, pagados noche a noche. El 7 de septiembre no alcanzó a cubrir la tarifa de su cama y prometió conseguir “la moneda faltante”. Esa promesa, en un contexto de miseria y desesperación, la llevó a encontrarse con su verdugo.
La investigación y el monstruo en las sombras

La policía londinense recibió la noticia con histeria. Era el segundo asesinato en apenas una semana. Testigos describieron a un hombre con abrigo oscuro, bigote y aspecto “extranjero”. Se habló de un médico cirujano, de un carnicero polaco, incluso de un aristócrata. Pero lo cierto es que, pese a los interrogatorios y redadas, nunca hubo pruebas firmes.
El inspector Frederick Abberline, que luego sería el rostro visible de la investigación, reconoció la impotencia: “Estamos ante alguien que conoce de anatomía y se mueve con sigilo. Pero la ciudad entera parece protegerlo”. Esa incapacidad policial se convirtió en parte del mito: Jack el Destripador no solo mataba, también humillaba a las fuerzas de seguridad.
La muerte de Annie Chapman inspiró canciones, obras de teatro, novelas y hasta películas. Su figura suele quedar relegada frente a Mary Ann Nichols (la primera víctima) o Mary Jane Kelly (la más brutalmente asesinada), pero su caso es central porque introdujo la mutilación sistemática de órganos.
El crimen en Hanbury Street es, además, el que fijó el patrón que se repetiría en los asesinatos posteriores. En ese patio trasero no solo quedó un cuerpo: quedó impreso el modus operandi que todavía hoy estudian criminólogos y escritores.
El aniversario del 8 de septiembre no es un simple recordatorio histórico: es un espejo incómodo. Whitechapel ya no es el mismo, pero el morbo por las crónicas rojas sigue vigente. Annie Chapman encarna la cara olvidada del mito: la mujer común, arrastrada por la miseria, convertida en cifra de horror.
Cada año, tours turísticos recorren Hanbury Street contando su historia a extranjeros que pagan por caminar las huellas del terror. Allí donde alguna vez hubo un patio, hoy se alza un edificio moderno. Pero bajo esas baldosas permanece el eco de una madrugada en la que Londres descubrió al monstruo que la acecharía por siempre.
137 años después, Annie Chapman sigue siendo un nombre que resuena en la historia del crimen. No solo porque fue víctima de uno de los asesinos más célebres del mundo, sino porque su vida breve y trágica expone lo que la sociedad victoriana prefería ocultar: que en la miseria de Whitechapel, la carne de los pobres era desechable.
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