El 15 de noviembre de 1992, La Plata amaneció con una noticia que todavía resuena en sus calles: el odontólogo Ricardo Barreda había asesinado a su esposa, Gladys McDonald; a su suegra, Elena Arreche; y a sus dos hijas, Cecilia y Adriana. Lo había hecho con una escopeta calibre 16 en su propia casa de la calle 48 entre 11 y 12.
Pasaron casi treinta y tres años, y en medio de las marchas por el atroz asesinato de Brenda Del Castillo, Morena Verdi y Lara Gutiérrez en Florencia Varela, la palabra "femicidio" nos vuelve a remitir a él, a Barreda. Porque aquel se trató de un cuádruple femicidio que desarmó la ficción de la “familia modelo” y exhibió la violencia de género en su forma más brutal, cuando ese término aún no estaba instalado en la agenda pública.
El caso Barreda fue un punto de inflexión. El hombre no solo mató: después escondió el arma y salió de la casa como si nada. Durante años se debatió sobre sus motivaciones, sus celos, las tensiones familiares. incluso la historia fue llevada a la literatura por Rodolfo Palacios en Conchita. El juicio lo condenó a prisión perpetua y lo convirtió en emblema del femicidio en Argentina, mucho antes de que ese concepto se convirtiera en categoría legal.

La casa, entonces, dejó de ser una simple vivienda. Pasó a ser una marca en el mapa de la ciudad: la postal de una masacre que no podía olvidarse. Los vecinos la miraban de reojo, con miedo y con morbo.
La masacre de Barreda dialogaba, además, con una sociedad que recién salía de la dictadura y que todavía procesaba la memoria de los desaparecidos. Era otro tipo de horror, íntimo, familiar, pero no menos perturbador: mostraba que la violencia podía habitar el espacio más cercano, ese que debería haber sido refugio.
Décadas de abandono y grafitis

Durante casi treinta años, la casa permaneció tapiada, con ventanas clausuradas y rejas corrídas. Los autos viejos de Barreda —un Ford Falcon verde y un DKW— quedaron abandonados en el garaje como piezas de museo involuntario. La vereda se cubrió de grafitis que decían “asesino” y “nunca más”. La cuadra se transformó en destino de curiosos, estudiantes de criminología y turistas del morbo que pasaban a sacarse fotos frente a la fachada.
El inmueble fue objeto de disputas judiciales interminables. Los herederos, las sucesiones y las deudas impositivas trabaron cualquier uso durante décadas. Mientras tanto, las paredes se descascaraban, las cortinas se pudrían y los vecinos pedían una solución. La casa era una herida abierta en pleno centro de La Plata, una mancha en la postal urbana que ningún proyecto terminaba de resolver.

En 2022, la Provincia decidió intervenir. Se abrió el portón, se retiraron los autos, se limpiaron los interiores y se colocaron chapones en los ventanales. El gesto fue simbólico: se corría el velo de la parálisis y se anunciaba que ese lugar no iba a quedar librado al abandono.
Ese mismo año se señalizó la casa como “sitio de memoria feminista”, con la presencia de organizaciones de mujeres y del Ministerio de las Mujeres bonaerense. Se trató de un acto cargado de sentido: resignificar el lugar donde ocurrió uno de los femicidios más brutales de la historia argentina como espacio de lucha y reparación.
De casona fantasma a centro de memoria

Hoy, el destino de la casa está marcado por un nuevo proyecto: convertirla en un centro de atención para mujeres víctimas de violencia de género. No se trata solo de restaurar paredes: es transformar un espacio de horror en un sitio de acompañamiento y prevención. La expropiación por parte del Estado bonaerense abrió la puerta a ese futuro.
El plan se enmarca en el programa Mariposas, que busca resignificar espacios atravesados por femicidios. En el caso Barreda, la carga simbólica es doble: no solo se trata de asistir a víctimas, sino también de disputar el sentido de un lugar que durante tres décadas fue sinónimo de abandono y dolor.
La casa está en obras. Se hicieron arreglos de fachada, mejoras en la vereda y limpieza de interiores. Todavía no está inaugurada como centro, pero el proyecto avanza. Cada ladrillo restaurado implica también un acto de memoria activa.
La decisión de transformarla no está exenta de debate. Algunos sostienen que debería demolerse, para no perpetuar el recuerdo morboso. Otros creen que mantenerla en pie es fundamental para recordar y educar. Por ahora, la apuesta oficial es clara: resignificar en lugar de borrar.
Lo que dicen los vecinos y lo que falta por hacer

En la cuadra, las opiniones son diversas. Algunos vecinos ven con alivio que la casa deje de ser un caserón fantasma y pase a tener un uso social. Otros temen que se convierta en un punto de atracción macabra, con más turistas que militantes de la memoria. El barrio convive con esa tensión: entre querer olvidar y aceptar que la historia está grabada en esas paredes.
Las organizaciones feministas insisten en que el centro debe funcionar cuanto antes. “La casa de Barreda tiene que convertirse en un lugar de reparación y de lucha contra la violencia de género”, dicen. Reclaman que no quede a mitad de camino, como tantas veces pasó en la Argentina con proyectos de memoria.
El Estado provincial, a través del Ministerio de las Mujeres, asegura que el plan sigue en pie. La ministra Estela Díaz lo definió como “un lugar de memoria histórica y de reparación”. El compromiso es que la casa no vuelva a caer en el abandono, sino que se convierta en un faro para quienes buscan ayuda.
Por ahora, el inmueble todavía no abrió sus puertas como centro. Pero el solo hecho de que ya no esté tapiado, de que ya no sea depósito de autos viejos y grafitis, es un signo de cambio. La casa sigue ahí, en la misma dirección de siempre, pero ya no es solo el lugar del horror: es la promesa de que de la violencia.
Las imágenes de la casa por dentro





Fotos: Archivo Revista GENTE


