Martín y Omar 544. Esa serie de números podría pasar inadvertida en un mapa de San Isidro, pero en la memoria argentina funciona como detonador. No es solo la casa donde vivió una familia: es el escenario de un crimen que modificó la forma en la que se pensaba la violencia en democracia. En 1985, con los juicios a las juntas recién iniciados, todavía estaba fresco el recuerdo de los secuestros clandestinos de la dictadura. El clan Puccio reveló que no era necesario un Estado terrorista para que funcionara la lógica del cautiverio: bastaba un garaje en una casona familiar.
El barrio de San Isidro aportó la escenografía perfecta para la paradoja. Era, y sigue siendo, territorio de viejas familias patricias, colegios bilingües y clubes de rugby. La idea de que en una de esas casas elegantes pudiera existir un calabozo fue un quiebre simbólico. Por eso la historia de los Puccio se volvió mito: puso al monstruo en el living, no en un cuartel secreto.
Durante años, la casa fue recordada como “el chalet del horror”. El apodo convivía con otros fantasmas sociales: los de los desaparecidos, que todavía estaban en el centro del debate político.
Hoy, con el paso de las décadas, la casona sigue siendo un punto incómodo en el mapa. Se pintó, se vendió, se refaccionó, pero nunca se liberó del aura que la rodea. Quien pasa por esa vereda lo siente: ahí hay algo más que cemento y madera. Aunque otros lo ven con ciertos morbo y por un tiempo se convirtió en escenario de fiestas nocturnas.
Cómo fue el caso

El clan estaba encabezado por Arquímedes Puccio, un ex militar con vínculos con los servicios de inteligencia. Con la ayuda de algunos de sus hijos, entre ellos Alejandro, rugbier del CASI y joven con futuro prometedor, planearon secuestros extorsivos de conocidos y allegados. No eran víctimas elegidas al azar: eran empresarios, amigos de la familia, personas de confianza. La estrategia del encubrimiento social era tan perversa como eficaz: ¿quién sospecharía de una familia de misa dominical en San Isidro?
Las operaciones se llevaban a cabo dentro de la propia casa. El garaje se transformaba en celda improvisada, con esposas, sogas y un colchón en el suelo. Ahí permanecían cautivos los secuestrados mientras los Puccio negociaban rescates millonarios. En algunos casos, aunque las familias pagaban, las víctimas eran asesinadas para evitar testigos. Ricardo Manoukian, Emilio Naum, Eduardo Aulet son nombres que pasaron a formar parte de la lista negra del clan.

La caída fue de no creer: un operativo policial en agosto de 1985, con cámaras, sirenas y periodistas amontonados en la vereda. Alejandro fue detenido herido, trasladado en camilla, mientras Arquímedes mantenía la compostura de quien no reconocía derrota. Las imágenes recorrieron el país y sellaron la fama del caso. La democracia incipiente se enfrentaba a un espejo deformado: el horror podía camuflarse en la normalidad de un hogar de clase media alta.
El juicio fue largo, seguido con atención mediática. Las condenas llegaron, pero el mito no se apagó. La casa quedó como recordatorio físico de lo que había ocurrido. Y aunque nunca se transformó en sitio de memoria oficial, quedó inscrita en la cultura popular, reactivada cada vez que una película o una serie vuelve a contar la historia
La casa hoy: rutina sobre ruinas simbólicas

Si alguien pasa hoy por Martín y Omar, encontrará una fachada prolija, con rejas pintadas y ventanas nuevas. Los propietarios actuales hicieron reformas: tapiaron parte del garaje, remodelaron la cocina, cambiaron las maderas del piso. Quisieron neutralizar la memoria con pintura y ladrillo. Pero nada alcanza para borrar lo invisible.
Durante los primeros años tras la detención, los vecinos evitaban caminar por esa vereda. Los adolescentes se desafiaban a tocar el portón como si fuera un rito de coraje. Hoy, la rutina parece haber absorbido el mito: una familia entra y sale con naturalidad, se sacan bolsas de basura, se riegan las plantas. El barrio sigue su curso. Pero el visitante ocasional siente otra cosa: la densidad del aire, la sospecha de que las paredes guardan historias que no se apagan.
En internet, la casa figura como destino de turismo oscuro. Algunos viajeros la marcan en mapas de “lugares malditos” junto a Cromañón o el chalet de Robledo Puch. En los foros, se comparten fotos tomadas a escondidas desde la vereda.
Los dueños prefieren el silencio. Nunca dieron entrevistas extensas, apenas comentarios aislados para aclarar que la vida allí es normal. Y quizás tengan razón: la normalidad también puede ser una forma de resistencia. Pero el barrio sabe que detrás de esas paredes todavía late una memoria incómoda.
Vecinos, memoria y futuro: qué hacer con la casona

Hablar con los vecinos de San Isidro es entrar en un territorio de silencios largos y frases cortadas. La mayoría evita dar la dirección en voz alta, como si nombrarla fuera revivir algo. Hay quienes admiten que, con el tiempo, se acostumbraron: el saludo en la vereda, la rutina de ver entrar y salir a la nueva familia, la idea de que ya no hay nada extraño detrás de esas paredes. Pero en el fondo, todos saben que no es una casa cualquiera.
Algunos creen que el destino lógico sería convertirla en sitio de memoria, como ocurrió con otros espacios vinculados a la violencia. Una placa, un museo, un recorrido que recuerde a las víctimas. “Sería una manera de transformar el horror en aprendizaje”, sostienen quienes defienden esa opción. Otros se oponen: consideran que sería condenar a los actuales habitantes a una exposición mediática interminable y al barrio a un desfile de curiosos permanente.
También están quienes piensan que lo mejor sería demolerla, borrar la huella física y cerrar el capítulo. Esa idea genera rechazo en otros sectores, que advierten que destruirla sería como negar la historia. La tensión entre recordar y olvidar atraviesa todas las conversaciones.
Por ahora, la realidad se impone: la casa sigue siendo una vivienda privada, con chicos que van al colegio y adultos que cumplen rutinas. El futuro es incierto, pero el mito está asegurado. Porque cada vez que se cumpla un aniversario o que aparezca una nueva serie o película sobre el caso, la dirección volverá a ser noticia. Y el barrio de San Isidro volverá a ser, por un rato, escenario de su propia pesadilla.
Ecos de un clan: condenas, muertes y ficciones

En agosto de 2025 se cumplieron cuarenta años del operativo que desbarató al clan Puccio. Aquella madrugada del 23 de agosto de 1985, las sirenas en Martín y Omar rompieron la calma de San Isidro y marcaron el principio del fin para la familia que había convertido su garaje en celda. Cuatro décadas después, la fecha sigue apareciendo en titulares y especiales televisivos: el caso se convirtió en calendario, en efeméride del espanto.
El destino de los protagonistas estuvo atravesado por la tragedia. Arquímedes, el patriarca, pasó años en prisión, obtuvo la libertad condicional en 2008 bajo el polémico beneficio del “2x1” y murió solo en 2013, en La Pampa, sin que nadie reclamara su cuerpo. Alejandro, el rugbier del CASI y promesa deportiva, terminó quebrado física y emocionalmente: después de varios intentos de suicidio y largos años de encierro, murió en 2008 con apenas 49 años. Daniel, conocido como “Maguila”, estuvo prófugo, se fugó al exterior y reapareció décadas más tarde para cerrar su expediente gracias a la prescripción de la causa. Silvia, la hija mayor, falleció de cáncer en 2011, mientras que Epifanía Calvo, la madre, y la hija menor, Adriana, intentaron llevar una vida silenciosa, lejos de los reflectores. Cada rama del árbol familiar terminó dispersa, como si el apellido hubiera estallado y sus fragmentos se hubieran esparcido en distintas direcciones.

Pero si la justicia cerró los expedientes, la cultura se encargó de mantener vivo el mito. En 2015, Guillermo Francella y Peter Lanzani protagonizaron la película El Clan, dirigida por Pablo Trapero, que arrasó en taquilla y llevó la historia a nuevas generaciones. Ese mismo año, Telefe estrenó la miniserie Historia de un clan, con Alejandro Awada, Cecilia Roth y el Chino Darín, que expandió el morbo en clave televisiva. Años más tarde, en México, la adaptación El secreto de la familia Greco trasladó la trama a otro territorio, demostrando que la fascinación por los Puccio traspasaba fronteras.
También hubo libros y crónicas que exploraron cada ángulo del caso. Rodolfo Palacios publicó El clan Puccio: la historia definitiva, una investigación minuciosa que reconstruyó la trama con testimonios y archivos. Revistas y diarios repitieron durante décadas el ritual de volver sobre las fotos, los nombres y las paredes de la casa.
Así, entre sentencias judiciales, muertes solitarias y ficciones que multiplicaron la leyenda, el clan Puccio se consolidó como mito argentino: un espejo distorsionado que sigue devolviendo la imagen incómoda de una familia que convirtió lo íntimo en maquinaria criminal.


