Una multitud atestó el Pabellón Ocre de La Rural. Señoras arrodilladas, besando el piso, con las manos juntas, en silenciosa plegaria. Jóvenes rapados con túnicas budistas de todos los colores. Rabinos e imanes. Chicas con el Tercer Ojo ojo pegado en la frente, y algunas al borde de las lágrimas…
Así recibieron al Dalai Lama, máximo jefe espiritual de 600 millones de budistas –unos 30 mil en la Argentina–, llegado por tercera vez (1991-1998-2006: una cada siete años… ¿casualidad o cábala?) para desgranar tres conferencias –del 30 de abril al 2 mayo– con estos ejes centrales: paz, armonía espiritual, rechazo al materialismo.
Tocó tierra nacional diez minutos después de las once de la mañana del domingo, y sin demasiado abrigo a pesar de la baja térmica (a esa hora, y en Ezeiza, siete grados): apenas su camisa color mostaza y su manto granate.
Venía desde San Pablo (Brasil), recaló inmediatamente en el Sheraton, y enfrentó la conferencia de prensa rodeado por seis de sus ocho custodios.
Su leit motiv: mirada muy firme, gestos moderados, sonrisa tenue y casi constante. Dijo: “Me describo a mí mismo como un simple monje budista, y adonde quiera que vaya, viajo como un ser humano más. Creo que los valores interiores son la fuente verdadera para una vida feliz. Mi interés principal es la promoción de los valores humanos, y a eso vine a la Argentina. Mi misión es la interacción con el público, no con líderes oficiales. Yo no tengo una agenda política. La transformación llega de la mano de la sociedad, no del gobierno. Y no tengo nada que pedirle al gobierno”. Tajante…
El mismo domingo, a las tres de la tarde, los ritos siguieron en La Rural. Casi cuatro mil personas lo esperaron y lo escucharon con devoción. En la ropa de la muchedumbre predominó la gama del marrón. En la actitud, el orden y la serenidad: todos entraron en casi perfecta y geométrica fila, sin empujones ni ansiedad, al Pabellón Ocre, donde la tenue música de los monjes creó un clima absolutamente antiestrés.
Por supuesto, no faltaron antiguos fieles: por caso, el duhaldista de otros tiempos Eduardo Amadeo y su mujer, el empresario de la noche Diego El Mono Dalvia, y la decoradora Laura Orcoyen.
Pero la mayoría de la legión la formaron anónimos mortales en busca de la palabra del Dalai Lama número 14 de la historia, hijo de campesinos y reconocido a los dos años –según la tradición budista– como la reencarnación de su predecesor y encarnación del Buda de la Compasión a través de signos físicos y espirituales: cierta conformación corporal, y muy especiales sensibilidad e inteligencia demostradas a edad tan precoz.
La primera conferencia (Paz interior, paz universal, localidades desde 35 a 120 pesos) convocó a casi cuatro mil almas. El lunes, los títulos de la charla fueron Enseñanzas para el desarrollo de la sabiduría y la compasión, Parte I y Diálogo sobre la salud y espiritualidad”, y el martes, su último día en el país, Enseñanzas para el desarrollo de la sabiduría y la compasión, Parte II, y Encuentro interreligioso por la paz. Todas a lleno total: más de doce mil acólitos…
Pocas armas. En el enorme escenario decorado con una gigantografía de su rostro, apenas una mesa con unas orquídeas, un termo y una tetera oriental que el Lama, curioso, sólo tocó… Pocos asistentes: un monje joven, listo para traducir lo que el maestro no entendiera, su traductor oficial y director del centro Drukpa Kagyu de Budismo Tibetano, el ingeniero Gerardo Abboud, y ocho guardaespaldas. Mucho silencio: el mantra tibetano se apagó, y todos clavaron sus ojos en el gran maestro. Palabras de rigor (agradecimiento, bienvenida), intercambio de saludos, todo listo para empezar. Pero antes –rito sine qua non– el Lama desató los cordones de sus zapatos, se los sacó y cruzó las piernas, desafiando los consejos de su médico: como se sabe, a cierta edad esa posición puede complicar la normal circulación de la sangre.
Palabras. “Vengo a compartir mis experiencias y vivencias con la gente. Mi propósito es la búsqueda de la armonía. La compasión y el amor son fundamentales para la supervivencia”. Palabras a veces en inglés, otras veces en la lengua del Tibet, su patria, de la que fue expulsado por la invasión de China. Ejes de la charla: defensa de los valores interiores, rechazo al materialismo (fama, dinero) y llamado al amor y la calidez. Luego, las preguntas del público, que le llegaron escritas en papel, como pájaros… Algunas, inteligentes –como él las pidió, aunque sin ofender, con humor–, y otras, tan profanas que ni el maestro pudo enfrentarlas, aunque capeó el temporal con astucia y oficio.
Final. Sus pies volvieron a los zapatos, los cordones a su lazo y su moño, sus manos se unieron, su espalda se dobló en humilde reverencia…, y se fue.
Quedó, sí, flotando, el rumor de las mujeres que recordaron “los pasajes sublimes”, “el magnetismo”, “el misterio” del maestro, y el ruego unánime: “Que vuelva pronto”.
Nadie puede negar que, al menos por una hora y media, encontraron la paz que buscaban. O acaso por un día, como antídoto contra el tránsito, las bocinas, el mal de amor, la economía adversa, las crispaciones del conflicto de las papeleras, las tragedias de las rutas, los cortes de calles y el infinito ruido de Buenos Aires.
No es poco, sobre todo porque ese milagro no fue logrado por un dios sino por un hombre. Porque Buda fue eso: nada más que un hombre. Y nada menos.
El Dalai Lama se sacó los zapatos antes de empezar su conferencia Paz interior, paz universal, y habló serenamente durante una hora y media.
El líder budista llega al Sheraton desde San Pablo, custodiado por sus ocho guardaespaldas.
Muy firme en sus gestos y respuestas, protagoniza la conferencia de prensa en el Sheraton. .