Aquel 11 de febrero de 1990, cuando el mundo esperaba su colérico descargo, cómo trasladaría a sus cuerdas vocales la bronca de haberse mantenido preso durante casi tres décadas, entonces él, Nelson Rolihlahla Mandela (18 de julio de 1918-5 de diciembre de 2013), resumió en un murmullo una frase que atronó el ambiente con mayor sonoridad que cualquier representación de la violencia:

"Mi largo tiempo de cárcel me hizo comprender lo importante que es la tolerancia", dijo aquel día, abandonando la Prisión de Víctor Verster, resumiento sus veintisiete años de encierro, entre los dos que llevaba allí, los seis que había penado en la Cárcel de Pollsmoor y, especialmente, los dieciocho habitando -entre 1964 y 1982- una celda de 2,10 metros por 2,40 en la isla que en la fecha nos convoca.
“ÉSTA ES LA ISLA DE ROBBEN. AQUÍ MORIRÁS”

Veintidós meses y una semana después del 5 de agosto de 1962 –fecha en que fue detenido– y al día siguiente del Proceso de Rivonia, que derivó en su condena a cadena perpetua el 12 de junio de 1964, Mandela ingresó a la prisión de la Isla Robben, ubicada frente a Ciudad del Cabo. Su arribo llegaba acompañado del anticipo en boca de un carcelero que le heló la sangre y el alma: “Ésto es la isla. Aquí morirás”.


Allí –y perteneciendo a la clase Clase D (el peor grado interno)– Mandela permaneceríala friolera de dieciocho años, confinado en una celda cuyos extremos tocaba casi con tan sólo estirar sus brazos. Sólo salía para cumplir trabajos forzados en la cantera de cal, bañarse bajo las duchas multitudinarias y para recibir una visita cada seis meses. El resto eran él, Mandela, su celda, su corazón y su mente. Y así lo fue por más que bastante tiempo.


Lo cierto es que treinta y cinco años luego de su liberación, la prisión de la Isla Robben (“isla de las focas”, en neerlandés) no sólo se ha clausurada como tal sino que, a partir del fin del apartheid en 1994 se ha erigido en Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO (Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura), inspirando la asidua visita de turistas, que de a miles llegan para descubrir de primera mano cómo es y qué historias guarda el lugar que le dieran el mayor de los sentidos a la existencia de quien luego de habitarla obtuviera el Nobel de la Paz en 1993 y al año siguiente se alzara presidente de su país.

Privar a las personas de sus derechos humanos es poner en tela de juicio a la propia humanidad" (Mandela)

EL RECLUSO NÚMERO 466/64 EN SU DIMINUTO Y HÚMEDO ESPACIO
En la actualidad bajo la gestión y órbita del Robben Island Museum, la única manera de acceder a esta porción de roca y tierra de 3,2 kilómetros por 1,3 situada sobre el Océano Atlántico, es a través de visitas guiadas. Son cuatro por día de septiembre a abril, y tres de mayo a agosto, y duran alrededor de 240 minutos, incluyendo la media hora de ida y media hora de regreso en ferry.

Ya en tierra firme, un recorrido inicial en autobús permite descubrir los sitios de interés general, para luego avanzar, ya a pie, a las entrañas de la cárcel, que incluye el cementerio, la cantera de piedra caliza donde los presos eran conducidos a realizar trabajos forzosos, las iglesias del Buen Pastor (construida por leprosos en 1895) y la de Garrison (levantada por presos en 1841) y el colegio primario al que asistían los hijos de los trabajadores de la prisión. Hasta allí, algunas de las construcciones que perduran de la Segunda Guerra Mundial, cuando el paraje sirvió de emplazamiento estratégico para defender Ciudad del Cabo, distante 12 kilómetros.

La visita continúa en el Maximum Security Prison (tal dictan los carteles), siempre con la asistencia de un ex cautivo de la misma guiando a los visitantes, narrando anécdotas en primera persona y acercando vivencias y duras experiencias transitadas allí.

Superada una nueva instancia, en la que se muestran uniformes, grilletes y fotografías de la época, surge el sector de aislamiento en el que los presos eran castigados y, a continuación, el corredor de las celdas. Entonces toda atención apunta a aquel diminuto y húmedo espacio donde fuera alojado el recluso número 466/64, Mandela: una esterilla en el piso, una manta, una mesa y un cubo dentro del que hacía sus necesidades completan la escena inhumana de cada jornada suya allí. Una zona bien iluminado pero a la vez tremendamente oscura de la historia de la Humanidad que se presenta delante de los ojos de cada visitante, como una alarma a cierto horror que nunca debe acallarse.


“… Y sí, es muy fuerte. Escuchar el tremendo calvario que sufrió Mandela en el mismo lugar donde lo vivió, y la actitud pacífica que tomó frente a él, realmente te hace reflexionar y valorarlo un montón”, le confesaría desde allí Juan de Estrada Ocampo (17) a Revista GENTE, tras visitar la Isla Robben en el marco de una gira deportiva por algunas ciudades, representando a nuestro país en criquet.


"Ver la cárcel en la que estuvo Mandela fue muy crudo. La austeridad, la impotencia de escuchar cómo era tratado sin que a los que lo tenían encerrado les importara quién era ni por lo que luchaba... Pero también siento admiración por su resistencia y fortaleza, que le permitieron soportar tanto tiempo encarcelado sin perder la esperanza", se sumaría Iosef Carricaburo (17), compañero de viaje de Juan.
“Esta recorrida y estas historias de Nelson Mandela las vas a recordar para siempre”, redondearían De Estrada y Carricaburo aún impactados.

“EL AMOR LLEGA MÁS NATURALMENTE AL CORAZÓN QUE LO CONTRARIO”

Aquel triple encierro (el primero lo marcaría por siempre desde sus 48 años; los otros dos acompañarían el final del injusto cautiverio) y la actitud que Nelson Mandela tomara frente al mismo terminó por convertirlo en un símbolo de la confraternidad humana.
Aprendí que el coraje no era la ausencia de miedo, sino el triunfo sobre él" (Mandela)

“Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, su origen o su religión. La gente aprende a odiar. Pero a la gente también se le puede enseñar a amar. El amor llega más naturalmente al corazón que lo contrario”, subrayó ya en libertad, sembrando lazos en lugar de intentar cortarlos y apostando a la condición humana ante todo:
“Nunca he considerado a un hombre como mi superior, ni en mi vida afuera ni adentro de la cárcel”, cerró el abogado, activista, político y filántropo antes de dejar este plano en 2013, a los 95 años, ubicando nuevamente las cosas en su debido lugar.
Fotos: Gentileza de Sol Ocampo, Juan y Mariano de Estrada y Archivo Grupo Atlántida