Releí el otro día unas páginas, al azar, de La Epopeya de Gilgamesh y volví a ratificar que, pese a sus más de cuatro mil años de historia, es una obra de valor permanente, que regresa una y otra vez para recordarnos que la verdadera amistad se forja con el trajín de la aventura de vivir y la sagrada confianza. No creo que sea casual que, desde los albores de la civilización, el ser humano haya mirado hacia la amistad como uno de sus refugios más sinceros ante la intemperie de la existencia.
Si no lo han leído, deben hacerlo. Es corto, hay dos versiones, pero se lee de un tirón; hay ediciones muy buenas donde las notas al pie amenizan algunos versos. Este poema sumerio nos narra la historia de Gilgamesh, un rey tiránico, y de su antítesis, Enkidu.
Fue escrito sobre tablillas de arcilla en las fértiles orillas del Éufrates, sobrevivió a los desastres del tiempo y es un testimonio de nuestra obsesión por trascender. No es solo el primer gran poema épico de la humanidad; es la raíz de la literatura, donde la humanidad comienza a contarse a sí misma sus propias derrotas y aspiraciones.

En las polvorientas calles de Uruk, el rey Gilgamesh, soberbio y cruel, no es el héroe luminoso con que sueñan las niñas y los niños; es, más bien, el retrato del poder desbocado, de la soledad que no se cura con oro ni glorias. Pero los dioses, que conocen mejor que nadie los límites del ser humano, le regalan un adversario.
La llegada de Enkidu a la vida de Gilgamesh significa, de algún modo, el despertar de la conciencia humana. Pasaron de rivales a hermanos de alma. Enkidu, nacido del barro y la naturaleza, representa lo salvaje, lo puro, la frontera entre lo humano y lo animal. El rey, por su parte, lo tiene todo, pero su vida carece de propósito. El enfrentamiento entre ambos da paso, de manera inevitable, a una amistad profunda, la primera que la literatura se atrevió a narrar.

Gilgamesh y Enkidu se agarraron;
como dos toros fieros
se lanzaron uno contra otro.
Hicieron astillas la puerta,
tumbaron el muro.
Así está escrito, como una nítida fotografía del enfrentamiento. Luego, tras la batalla, ambos se reconocen y juntos emprenden hazañas, desafían a los dioses y cruzan los umbrales del miedo. La amistad, entre ellos, no es un mero recurso narrativo: es la fuerza que permite a Gilgamesh mirar más allá de sí mismo, descubrir sus propias debilidades y, sobre todo, aprender a aceptar la condición mortal que le ha sido impuesta.

Ya lo saben: la felicidad no dura. La muerte de Enkidu irrumpe en el poema con la violencia de lo irremediable. El rey que todo lo tenía se derrumba, descubre el dolor de la pérdida y el precio de la amistad. Se precipita en la búsqueda desesperada por la inmortalidad, pero termina entendiendo que la única gloria posible es la de la memoria, la huella que deja en quienes lo amaron.
Pero Enkidu no abre los ojos,
Gilgamesh le pone la mano sobre el pecho:
el corazón ya no late;
abraza a su amigo como a una novia,
ruge de dolor como un león,
como una leona a quien se le ha quitado su cachorro;
vierte lágrimas, rasga sus vestidos
y se despoja de sus adornos.
La literatura, como la vida, está hecha de ausencias y recuerdos. En un tiempo donde la amistad parece reducirse a mensajes instantáneos y gestos fugaces, la epopeya de Gilgamesh y Enkidu, tan distintos como inseparables, es la prueba de que solo quien encuentra a su igual aprende a conocerse y, quizás, a mejorar.
Claro que no puede ignorarse la huella que Gilgamesh ha dejado en la literatura posterior. De La Ilíada a Don Quijote, de Hamlet a los héroes modernos, la relación entre amigos, la lucha contra la muerte y el valor del recuerdo son temas recurrentes que beben de la fuente sumeria. Sin duda, se trata de la piedra angular sobre la que se alzan los grandes relatos occidentales.

Por eso, recomiendo este libro a cualquiera que busque sentido, a quien quiera entender de dónde venimos y hacia dónde vamos. Gilgamesh no es solo el primer héroe de la literatura, es el primero en comprender que el poder y la fuerza palidecen frente al miedo y la tristeza, y que la única grandeza posible está en la amistad y el bien que dejamos para quienes vendrán después.
En este tiempo de prisas y desmemoria, donde los días se deslizan como hojas secas, leer a Gilgamesh es mirar de frente el abismo, pero también descubrir que, mientras exista la amistad, hay esperanza de redención y de memoria. Nos enseña que la verdadera grandeza reside en el afecto que podemos ofrecer y recibir. La amistad, ese milagro cotidiano, es lo único capaz de desafiar la muerte y el olvido. Su valor no es accesorio, sino esencial; es lo que nos salva de la intemperie del mundo y nos hace, por un momento, eternos.
Así, cuando releo el poema, siento que, aunque todo se pierda, mientras permanezca el recuerdo de una amistad, el eco de la vida seguirá resonando, como el paso de Gilgamesh sobre las murallas de Uruk, en el corazón de la humanidad.
Mirá También

Gabriel García Márquez: A diez años de su muerte, sus entrevistas más impactantes con GENTE
Mirá También

