La industria automotriz estadounidense vivió en la década de 1950 una edad dorada. Era una época de carreteras interminables, familias en expansión y un país que encontraba en el automóvil un símbolo de bienestar. General Motors, Chrysler y Ford competían ferozmente por atraer a un público que pedía autos más grandes, más potentes y más llamativos. Pero en medio de esa década brillante, Ford protagonizó uno de los tropiezos empresariales más famosos del siglo XX: el lanzamiento del Edsel, un vehículo que pasó de ser la gran apuesta de la compañía a convertirse en su vergüenza histórica.

Para entender cómo nació el fracaso, hay que volver unos años atrás. Henry Ford ya se había retirado cuando su hijo Edsel tomó las riendas. Pero la muerte prematura de Edsel, en 1943, creó un vacío de liderazgo. El fundador, ya anciano y con problemas cognitivos, volvió temporalmente a conducir la empresa hasta que su nieto, Henry Ford II, regresó de sus compromisos militares para asumir el mando.
Ford II quiso modernizar la compañía y llamó a un grupo de jóvenes brillantes, expertos en análisis y estadística, conocidos como los Whiz Kids. Eran talentosos en todo lo relacionado con números y planificación, pero tenían una enorme desventaja: carecían de sensibilidad automotriz. Y, sin saberlo, ese sería el primer paso hacia el desastre.
Desde finales de los ‘40, el equipo conceptualizaba un vehículo que llenara el hueco entre los modelos económicos y los de lujo. El mercado estaba listo: la clase media vivía su mejor momento, tenía dinero para gastar y buscaba un automóvil que representara esa prosperidad.

Los Whiz Kids, conscientes de no dominar el mundo del diseño, decidieron apoyarse en datos. Lanzaron encuestas a nivel nacional, reuniones de grupos focales y análisis de preferencias. La teoría era impecable: crear el auto perfecto según lo que decía el consumidor. Pero la práctica resultó mucho más incierta. La investigación reveló que los compradores querían un coche avanzado, cómodo, potente y moderno… pero dentro de un precio razonable.
Era una lista de deseos amplia y difícil de equilibrar. Ford decidió intentarlo de todos modos.
La marca invirtió 250 millones de dólares en el proyecto, una suma colosal para la época. El nombre elegido fue Edsel, como homenaje al hijo perdido del fundador. El lanzamiento fue programado como un evento nacional acompañado por una campaña publicitaria sin precedentes.

El 4 de septiembre de 1957, Ford levantó el telón con el eslogan: “Nunca se ha visto un automóvil como este.” La frase, retrospectivamente, fue demasiado acertada...
Las primeras reacciones fueron tibias. La parrilla vertical, muy distinta al diseño dominante de la época, provocó desconcierto en muchos compradores. Las críticas iban desde comparaciones con una herradura de caballo hasta referencias más incómodas. El precio, en lugar de ser accesible, oscilaba entre 2.500 y 3.800 dólares, colocándolo peligrosamente cerca del segmento de lujo.
Y, lo más grave, el vehículo estaba mal construido. Los problemas técnicos eran constantes. Tenía fallos en la transmisión automática situada en el volante, pintura deficiente, puertas mal alineadas, dirección imprecisa y un consumo altísimo, con más de 30 litros cada 100 km en ciudad.
Los compradores que se arriesgaron a adquirir uno se encontraron con un auto que parecía no haber pasado los controles de calidad más básicos.
Ford intentó corregir el rumbo en 1958. Simplificó la gama, reemplazó componentes y eliminó algunas de las innovaciones que generaban más fallas. Pero la reputación ya estaba dañada.

En dos años se vendieron 116.000 unidades, muy lejos de las necesarias para alcanzar la rentabilidad. Cada Edsel que salía de fábrica representaba una pérdida. En total, Ford se hundió 350 millones de dólares (unos 3.000 millones en la actualidad).
El Edsel dejó de producirse en 1959. Fue una derrota dolorosa para la compañía y una llamada de atención para toda la industria.
Con el paso del tiempo, el Edsel se convirtió en un caso emblemático dentro de la industria automotriz. Su corta existencia dejó enseñanzas poderosas: que las encuestas no siempre capturan el deseo real del consumidor, que la innovación debe equilibrarse con la intuición y que un gran presupuesto no garantiza un gran auto.
Hoy sobreviven alrededor de 6.000 unidades, convertidas en piezas de colección más por su historia que por su diseño. Son –paradójicamente- un recordatorio del valor de equivocarse.
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