Hay objetos que trascienden su tiempo y se vuelven espejos de una época. El Citroën 2CV es uno de ellos. No fue un experimento de diseño, ni una respuesta a una moda, sino el resultado de un deseo casi rural: darle ruedas a la libertad.
Todo comenzó con una frase escrita a mano en 1936 por Pierre-Jules Boulanger, director de Citroën, que sonaba más a desafío que a encargo: “Estudien un vehículo que pueda transportar a dos campesinos con el sombrero puesto y los zuecos, 50 kilos de papas o un barrilito de vino, a una velocidad máxima de 60 km/h y con un consumo de tres litros cada 100 kilómetros”. Esa orden, simple y poética, dio origen al proyecto TPV (Auto Muy Pequeño, por sus siglas en francés), el germen de lo que el mundo conocería después como 2CV.

La historia se remonta a una Francia dividida entre la ciudad y el campo, donde la mayoría de la población todavía no había tenido un auto. Citroën hizo algo inédito para la época: una investigación de mercado nacional.
La primera pregunta era directa: “¿Posee usted un automóvil?”. La mayoría respondió que no, y la mayoría de esa mayoría eran campesinos, panaderos, maestras rurales. Querían algo barato, fácil de mantener y tan útil como un carro tirado por caballos. El TPV debía resistir los baches, cargar sacos de harina, transportar gallinas, recorrer caminos de barro… y hacerlo sin romper ni un huevo. Literalmente.
En 1939, Citroën tenía ya 250 prototipos listos. Boulanger los inspeccionó personalmente con una prueba que hoy sería inconcebible: llevaba en la mano un sombrero de paja, de los que usan los campesinos. Si al subir al auto el sombrero se caía o se doblaba, el prototipo quedaba descartado.
De esa selección sobrevivieron apenas quince unidades, que serían destruidas poco después para que no cayeran en manos del ejército alemán durante la ocupación de París. La guerra retrasó todo. El proyecto quedó en pausa durante más de una década. Pero el 7 de octubre de 1948, en el Salón del Automóvil de París, Citroën levantó la lona y mostró al mundo su creación.
Los expertos rieron. Literalmente. La llamaron “horrible”, “pobre”, “una lata con ruedas”. Los franceses comunes, en cambio, hicieron cola. Miles de ellos. La lista de espera llegó a medirse en años, no en meses. En pocas semanas, el éxito de la 2CV era un fenómeno social.

La prensa la bautizó “la caracola de lata”, un apodo que terminó siendo un elogio. Su motor bicilíndrico de 375 cc refrigerado por aire, diseñado por Walter Becchia, era tan simple como confiable. Y su estructura, una lección de minimalismo: ligera, económica y funcional, pero con una suspensión tan flexible que podía atravesar un campo arado sin romper un huevo.
Si la mecánica era francesa, la alma era italiana. El diseñador Flaminio Bertoni, el mismo genio que luego daría forma al DS, creó la 2CV no en papel, sino modelando madera y yeso. Por eso sus líneas parecen moverse incluso cuando el auto está detenido.
El 2CV no solo democratizó la movilidad. Encarnó una forma de ver la vida. Era un vehículo para esquivar obstáculos, no para enfrentarlos.

A lo largo de sus más de cuarenta años de producción, el 2CV lo hizo todo. Atravesó el Sáhara en 1973, cruzó Persia, India, América del Sur y América del Norte. Fue protagonista de la primera vuelta al mundo en auto. En el cine, se convirtió en auto de James Bond y compañera de escapadas románticas en decenas de películas francesas.
También tuvo su costado deportivo: corrió en el Rallye 2CV, en el “POP Cross” y en desafíos que llevaban el espíritu Citroën a los caminos más improbables. Y cuando parecía llegar su final, apareció la versión Charleston, con su pintura bicolor y espíritu retro, que prolongó su vida hasta 1990.

El 27 de julio de 1990, en la planta portuguesa de Mangualde, salió de la línea de montaje la última unidad de la 2CV. Fue un momento silencioso, casi íntimo. Los operarios aplaudieron, algunos lloraron. No se despedían de un producto, sino de una forma de entender la libertad.
En total, se fabricaron 3.868.634 unidades de la 2CV. Si se suman sus derivados (Dyane, Méhari, Ami, Acadiane), el número supera los cinco millones. El 2CV fue, y sigue siendo, un recordatorio de que la grandeza puede nacer de lo humilde. Que un sombrero de paja puede dictar un manual de diseño más sabio que cualquier algoritmo. Y que hay autos que no se manejan: se viven.


