A comienzos de la década de 1980, Europa vivía un momento especial. Las restricciones energéticas empezaban a quedar atrás y la industria automotriz volvía a moverse con la libertad que había perdido durante las crisis del petróleo. Era una etapa de ambición, de experimentos y de rivalidades que marcaron una generación entera de superdeportivos. Ferrari refinaba su fórmula, Porsche apostaba a la ingeniería pura y Lotus seguía defendiendo su filosofía ligera. Francia, en cambio, miraba desde afuera. Su tradición deportiva existía, sí, pero estaba representada principalmente por Alpine y sus modelos de nicho enfocados en la competición.

El país necesitaba un deportivo nacional que pudiera competir en serio. Y ese vacío fue el punto de partida de una idea que parecía imposible. En 1984, dos franceses -el diseñador Gérard Godfroy y el ingeniero Claude Poiraud- decidieron crear una marca que rompiera con la inercia del mercado local. Fundaron MVS (Manufacture de Voitures de Sport) con un objetivo directo: demostrar que Francia también podía fabricar un superdeportivo capaz de enfrentar a Porsche y Ferrari sin complejos.
El primer prototipo, presentado en el Salón de París de 1984, se llamó Ventury. Era compacto, de líneas limpias, con carrocería de fibra de vidrio y un motor modesto proveniente del Volkswagen Golf GTI. No era un cohete, pero a la prensa y al público les encantó, y la aceptación fue suficiente para preparar el siguiente paso: transformar la maqueta en un auto real y competitivo.
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El regreso futurista de una coupé legendaria
La idea original era construir un deportivo totalmente francés. Eso incluía cambiar el motor alemán por algo con ADN local. Para alcanzar el nivel de potencia mínimo que exigía el segmento, el equipo recurrió al 2.2 turbo del Peugeot 505, un motor robusto que, con ajustes en el turbo y los árboles de levas, alcanzaba los 200 CV.
Pero el verdadero salto llegó poco después, cuando MVS decidió adoptar el V6 PRV, un motor compartido por Renault, Peugeot y Volvo. Con más capacidad de desarrollo y un comportamiento más refinado.
Los pedidos empezaron a llegar en 1986, y para 1987 la marca ya había entregado 52 unidades fabricadas totalmente a mano. Para una empresa recién nacida, era una cifra que dejaba claro que el proyecto iba en serio.

A finales de los 80, MVS abandonó su nombre original y pasó a llamarse simplemente Venturi. Con ese cambio llegó una etapa de expansión creativa. El catálogo se amplió con variantes cada vez más sofisticadas. Entre ellas, el Venturi Transcup, un descapotable con un techo rígido dividido en tres piezas que permitía usar el auto como coupé, targa o cabrio con la misma estructura.
También llegó uno de los modelos más recordados de la marca: el Venturi Atlantique 260. Ligero, con 260 CV y solo 1.100 kg, era capaz de acelerar de 0 a 100 km/h en 5,2 segundos, números que lo colocaban directamente frente al Ferrari 328 y al Lotus Esprit Turbo. Su diseño evolucionó rápidamente y tomó líneas más angulosas, acercándose incluso al Ferrari 348, uno de sus rivales teóricos.
Venturi no tardó en poner un pie en el automovilismo. Creó sus propios prototipos GT de resistencia, con motores de alrededor de 600 CV, y lanzó un campeonato monomarca, el Venturi Challenge, cuyos autos -los Venturi Trophy- superaban los 400 CV.

El esfuerzo en competición dio su fruto más espectacular: el Venturi 400GT, un modelo que no solo se convirtió en el auto de producción más rápido de Francia, sino que también introdujo una innovación sin precedentes: fue el primer automóvil de calle en equipar frenos carbocerámicos. Para la época, un salto tecnológico comparable al paso del carburador a la inyección.
A mediados de los 90, Venturi parecía haber encontrado su lugar en el mercado de los deportivos boutique. Sin embargo, las enormes inversiones destinadas a competir internacionalmente comenzaron a pasar factura. En 1996, la empresa entró en bancarrota y fue adquirida por la firma tailandesa Nakarin Benz, que intentó sostener la marca sin modificar demasiado la esencia de los modelos.
El último intento por recuperar terreno llegó en 1998 con el Venturi Atlantique 300 Biturbo, una evolución más poderosa (310 CV) y mucho mejor terminada. Aun así, arrastraba un problema difícil de ignorar: la caja de cambios del Renault 25, la misma que usaba el Lotus Esprit y que ya era conocida por su fragilidad frente a motores fuertes.
Pese a las mejoras y al renovado esfuerzo por reposicionar la marca, Venturi volvió a declararse en bancarrota en el año 2000.

Aunque parezca increíble, Venturi no desapareció. Fue adquirida por un empresario residente en Mónaco, pero su destino cambió por completo. Pasó de ser un fabricante de superdeportivos a convertirse en una marca enfocada en vehículos eléctricos exclusivos, producidos casi artesanalmente en cantidades ínfimas. Una continuidad curiosa que poco tiene que ver con los ideales originales de Godfroy y Poiraud.
Entre 1987 y 2000 se fabricaron alrededor de 700 Venturi, un volumen tan bajo que convirtió a cada unidad en una pieza rara desde el mismo momento en que salió de fábrica. Su supervivencia actual se explica, en parte, por la utilización de componentes provenientes de autos de producción masiva que facilitaron reparaciones y mantenimiento durante décadas.
Hoy, Venturi es recordada como una marca que se animó a desafiar a los gigantes sin pedir permiso. Su historia está hecha de ambición, ingenio y riesgos que a veces salieron bien y otras no, pero que construyeron un legado único en la industria francesa.
No creó un imperio, pero sí dejó algo más valioso: un mito.

