La NASCAR es mucho más que una categoría de automovilismo. Es un fenómeno cultural, un negocio millonario y, sobre todo, la expresión más genuina de la pasión por los autos en Estados Unidos. Pero detrás de este campeonato hay una historia menos conocida que combina velocidad, destiladores clandestinos y una insaciable necesidad de ir más rápido. Incluso, más rápido que la ley.

Para comprender cómo la NASCAR llegó a ser la mayor organización de carreras de stock cars del mundo -con 41 competencias anuales y un seguimiento que se extiende incluso a Europa- hay que viajar a las primeras décadas del siglo XX, cuando en lugar de podios había persecuciones, y en vez de patrocinadores, destiladores ilegales.
Entre 1920 y 1933, Estados Unidos prohibió la fabricación y venta de alcohol. La llamada Ley Seca no solo fue uno de los experimentos sociales más polémicos del siglo, sino también el punto de partida para el auge del contrabando de bebidas. Lejos de erradicar el consumo, la prohibición lo multiplicó, y con ello, la necesidad de transportar alcohol de forma clandestina.
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En las montañas de los Apalaches, al sur del país, se producían miles de litros de whisky casero, conocido como moonshine. Pero alguien tenía que llevarlo a las ciudades y hacerlo sin ser detectado. Así surgieron los bootleggers, conductores expertos que modificaban sus autos para ser más rápidos, estables y discretos.

Motores potentes, chasis reforzados y capacidad de carga oculta eran las claves de estos vehículos, que a simple vista parecían autos comunes, pero que podían dejar atrás a cualquier patrulla. Esos mismos coches se convertirían con el tiempo en el corazón de una de las competencias más populares de Estados Unidos.
Antes de que los circuitos modernos dominaran la escena, Florida ya era sinónimo de velocidad. Desde 1905, el tramo de arena compacta en Daytona Beach y la carretera paralela se transformaron en un circuito improvisado donde se batían récords de velocidad terrestre. Fue en ese lugar donde un joven mecánico llamado William France vio su oportunidad.
Nacido en Washington, France se trasladó a Daytona Beach en 1935, en plena Gran Depresión. Llegó atraído por las historias de velocidad y las competencias informales que reunían a los mejores pilotos y a miles de espectadores.

Participó en carreras, organizó otras y, tras la Segunda Guerra Mundial, entendió que era el momento de ordenar ese caos y convertirlo en un espectáculo profesional. En 1948, junto a otros promotores, fundó la National Association for Stock Car Auto Racing. Había nacido las NASCAR.
La idea era simple pero potente: transformar esas competencias desorganizadas de autos modificados en un campeonato oficial, con reglas claras y un futuro prometedor.
Con la creación de la NASCAR, los autos y conductores que alguna vez huyeron de la policía encontraron un nuevo propósito: competir en pistas preparadas, ante miles de fanáticos.
En 1949 se disputó la primera temporada oficial y desde entonces no ha hecho otra cosa que crecer, incluso fuera de Estados Unidos. No solo mueve multitudes en las pistas, también es un negocio millonario que involucra patrocinadores globales, transmisiones televisivas, videojuegos y todo tipo de productos asociados.

Cada carrera es un evento en sí mismo. Desde la ceremonia previa a las largadas hasta los espectaculares choques en plena carrera que se convierten en videos virales en segundos, todo está diseñado para mantener al público al borde del asiento.
Y aunque sus autos modernos están lejos de aquellos que transportaban moonshine, la esencia permanece: la búsqueda de la velocidad, el desafío constante y la emoción de cruzar la meta primero.
Lo que comenzó con contrabandistas y récords de velocidad en una playa de Florida, hoy es el campeonato automovilístico más popular de Estados Unidos. La NASCAR supo canalizar una pasión ancestral y convertirla en un show que no solo honra sus raíces, sino que las potencia.

