A veces, la nostalgia juega malas pasadas. A comienzos del Siglo XXI, las automotrices comenzaron a mirar al pasado con ojos de deseo. En la era del diseño retro, cada marca quiso recuperar parte de su historia para convertirla en objeto de deseo. Ford lo hizo con su Thunderbird rediseñado, Chrysler con el Plymouth Prowler. Y General Motors también quiso sumarse. Pero en vez de ir por lo seguro, apostó a una carta tan inesperada como ambiciosa: el Chevrolet SSR.

Fue presentado en el Salón del Automóvil de Detroit del 2000. Y aunque muchos creyeron que se trataba apenas de un concept car, un ejercicio de diseño para sacudir al público, Chevrolet sorprendió a todos llevándolo a producción. En 2003, el SSR llegó a los concesionarios con una propuesta tan llamativa como desconcertante: una pick-up convertible con diseño inspirado en las camionetas de los ‘50, carrocería baja, guardabarros sobredimensionados y un techo retráctil eléctrico. Todo envuelto en una silueta exagerada, cromada y provocadora.
El nombre lo decía todo: Super Sport Roadster. Pero en la práctica, el SSR no era ni “super sport” ni un “roadster” clásico, y mucho menos una camioneta práctica. Su caja de carga era superficial y estaba cubierta por una tapa rígida que limitaba su utilidad. La carrocería baja y pesada lo alejaba de cualquier uso real como vehículo de trabajo. Y aunque su diseño prometía emociones fuertes, el motor inicial -un V8 de 5.3 litros con 300 CV-no entregaba ni la velocidad ni el carácter que su aspecto sugería.

En el fondo, el SSR no era más que un Chevrolet Trailblazer disfrazado de estrella de cine, con una transmisión automática de cuatro marchas que apagaba cualquier intento de deportividad. Su precio tampoco ayudaba: alrededor de 40.000 dólares, una cifra elevada para un vehículo que no encajaba del todo en ninguna categoría.
Chevrolet tomó nota del problema. En 2005, decidió dotar al SSR de un nuevo motor: el LS2 V8 de 6.0 litros, el mismo que usaban el Corvette C6 y el Pontiac GTO. Esta vez, sí: 390 caballos de fuerza y la opción de una caja manual de seis marchas le devolvieron parte del carácter que siempre se le prometió. La mejora fue evidente, y algunos medios especializados llegaron a decir que era incluso más entretenido de manejar que un Corvette. Pero la fama es caprichosa: la imagen del SSR ya estaba dañada.
Las ventas nunca despegaron. Los compradores no sabían exactamente qué estaban comprando. Y cuando un producto necesita demasiada explicación, el mercado suele darle la espalda.

En 2006, Chevrolet puso fin a la producción. Solo se vendieron unas 24.000 unidades, y muchas pasaron casi inadvertidas. Algunos lo compraron con la esperanza de que se convirtiera en un futuro clásico. Pero esa revalorización, hasta ahora, no llegó.
En el mercado de coleccionistas, el SSR vive una existencia irregular. Hay modelos en perfecto estado que se venden por debajo del valor original, y salvo contadas excepciones, no ha logrado despertar el deseo que sí generan otros vehículos “malditos” de la historia del automóvil.
Pero lo cierto es que el Chevrolet SSR fue un producto sin identidad clara, víctima de su propio exceso de ambición. Quiso ser deportivo, utilitario y exclusivo al mismo tiempo. Y en el intento, perdió su rumbo. Como ocurre con tantos otros proyectos que nacen del entusiasmo por el pasado y terminan olvidando algo esencial: el presente también exige coherencia.


