"La primera vez que pisé la Argentina fue en los 80’, con Pepe Sacristán, post-dictadura militar. Siempre me había causado curiosidad esta ciudad, porque en Europa se comentaba que el teatro argentino era una mezcla del clásico español y el circo italiano. Con el tiempo comprobé que es eso... ¡y mucho más! Digámoslo: Buenos Aires tiene uno de los panoramas teatrales más importantes del mundo”, cuenta Imanol Arias (62), quien vuelve a subirse a los escenarios, ahora con La vida a palos, obra que el poeta, periodista, guionista y radiofonista español Pedro Atienza no sólo escribió para él, sino que le insistió para que la haga hasta los últimos días de su vida... El pretexto perfecto para que el actor regrese a las tablas después de veinticuatro años.
–¿Extrañabas?
–Sí. Me alejé del teatro absorbido por otros compromisos. Durante diecisiete años seguidos hice Cuéntame cómo pasó para la televisión española (N. de la R.: aquí se vio la versión argentina el año pasado, protagonizada por Nicolás Cabré). Además, participé en seis series y dieciséis películas. Aunque no me daba el tiempo para más, igual siento que nunca dejé de pertenecer al teatro. Sin embargo, te confieso, me dio vértigo volver a subirme a un escenario: los primeros días haciendo la obra he sentido un reencuentro lleno de emoción. Siento que, al mismo tiempo que ahora me considero un actor mayor, soy muy joven todavía en el teatro.
–La vida a palos es la historia de un hombre que vuelve a encontrarse con un hijo a quien no ve desde pequeño. ¿Cómo es tu relación con los tuyos?
–Es buena, y además no los he abandonado, como hace el personaje. Igual, debo reconocer que, desde mi rol de artista, he tenido muchas dificultades para ser padre. Como con su madre (Pastora Vega) somos dos personas públicas y nunca quisimos exponerlos, para hacernos fotos en familia los reporteros hasta se disfrazaron de doctores. Y vaya paradoja, porque ellos, que crecieron con la presión de ser hijos de artistas, terminaron haciendo arte. Jon (31), que es músico y estudió Drama en Londres, estuvo por acompañarme en esta obra. Sucedió que le salió un papel en El instinto, una miniserie de Netflix, y hasta yo mismo le pedí que no dejara pasar la oportunidad. En cuanto a Daniel (17), le encanta filmar videos.
–Tanto entusiasmo exige la siguiente pregunta: ¿pensás encargar un nuevo hijo?
–No, no. La verdad, ya no tengo ganas de volver a ser padre (risas). Hace una década que estamos juntos con Irene (Meritxell, fotógrafa y diseñadora de 41 años), y nos complementamos muy bien. Nos conocimos en la fiesta de un amigo argentino en Madrid y nunca nos separamos. Admiro su arte. Al punto que ella, inspirándose en los cuadros de Lita Cabellut –una artista multidisciplinar, gitana española, que trabaja con óleo sobre lienzo–, se encargó del arte de La vida a palos: en el Maipo expone sus fotos de la obra.
–¿Sentís los veintiún años de diferencia entre ustedes?
–A veces sí, pero la siento para bien. Irene me ha rejuvenecido. Ahora tengo más ganas de salir de la casa y conocer nuevas cosas. Ella dice que yo le doy tranquilidad, y que la ayudo a ver la realidad con otra madurez y profundidad. Y a mí me encantan su sonrisa y sus tobillos: no los tiene española, sino finos y elegantes, como las argentinas. Irene critica mi ego y yo destaco su sentido positivo de la vida. Sabe disfrutarla y me enseñó a hacerlo, aunque le debo vacaciones: hace tres años que no paro de trabajar.
–Explayate sobre lo del ego, por favor...
–Bueno, soy un charlatán al que le avergüenza mucho tener tanto ego. Me gustaría ser invisible, para salir a la calle y que nadie me reconozca. Ya no puedo salir a caminar tranquilo y descubrir nuevos personajes para poder nutrirme.
–¿Nutrirte?
–Cuando los artistas perdemos el anonimato, perdemos el poder de la observación. Entonces nos convertimos en ladrones de sensaciones o momentos. En estos 62 años se dijeron muchas cosas de mí. Si debiera sintetizártelo, diría que a mí no me gusta la vida del actor, sino trabajar como actor, porque no me agradan las alfombras rojas, hacer fotos ni dar notas, pero sí me gusta subirme a un escenario y entrar en un set de filmación.
–Que traigas la obra acá no parece casualidad. ¿Hay una relación especial entre vos y Buenos Aires, verdad?
–Totalmente. Con Irene intentamos venir seguido. Yo me siento muy porteño; me gusta vivir esta ciudad. Es maravillosa para caminar y encontrarse con amigos, compartir una charla pausada y larga con colegas. Y aquí tengo más aciertos que cagadas (risas): este país fue una gran escuela para mí, aunque yo nunca consiguiera actuar con acento argentino. Por ejemplo, cuando encarné al padre Ladislao Gutiérrez en Camila (película que me abrió las puertas de América latina y que se estrenó en 1984), como mi tono no era argentino, me tuvieron que doblar... Pasé grandes temporadas en este país, hice buenos amigos y vi buen teatro. Sólo que nunca tuve el tiempo suficiente para enamorarme de alguien. La gente me sigue gritando por la calle: “¿Estás ahí, Ladislao?”, y yo con una sonrisa les contesto: “A tu lado, Camila”. Siempre que vengo, regreso lleno a España.
–¿Y con qué imagen de nuestro país y su cultura pensás que partirás esta vez?
–Es una lástima, pero en los últimos años a la Argentina no la veo muy bien. Las políticas conservadoras no acostumbran a ayudar ni apoyar al arte. A los políticos no les interesa una sociedad culta: son empresarios que trabajan para ellos, no para el pueblo. A los ciudadanos, además de trabajo, hay que darles la posibilidad de acceder a la cultura. Pero los gobernantes no lo hacen.
–¿Te ofrecieron hacer política?
–Hace mucho, pero sin demasiada convicción. Igual, no me interesa. Yo soy actor y para mí la actuación no es un acto subversivo ni un lugar de protesta, sino un sitio desde donde se puede educar.
Por Pablo Procopio
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