Cuando Iñaki Urlezaga tenía veinticinco años, bailaba en Londres y su carrera estaba en lo más alto. Hasta que un día “se abrió el escenario y caí desde seis metros de altura. Me rompí todo. Me llevaron con una camilla por la salida de emergencia, me subieron a una ambulancia y fui directo al hospital... ¿Sabés lo que es para un artista que te saquen por la puerta trasera?”, relata sobre el accidente que signó su vida.
–¿En qué sentido te cambió?
–¡Uf! Aprendí todo. A cierto nivel, la danza está prevista con dos años de anticipación: hay una agenda y contratos. Cuando pasó aquello, lo primero fue que no supe si iba a volver a bailar. Y si volvía, sería con fecha incierta. De pronto, todo lo planificado se derrumbó. Ahí me di cuenta de que nada es para siempre.
AQUELLO QUE NO EXTRAÑARA. Iñaki nació en La Plata en 1975. Estudió danza en el Instituto Superior de Arte del Teatro Colón, y a los 17 años se fue a Nueva York con una beca del American Ballet. Fue primer bailarín del Teatro Argentino de La Plata, del Colón y más tarde del Royal Ballet de Londres, donde permaneció una década (1995 a 2005).
Se lució además en escenarios de Amsterdam, Moscú, San Petersburgo, Milán, Tokio y Montreal, por nombrar algunos. Y además de bailar, dirigió. “Fui creador y así ejercité el desprendimiento. Vi roles en terceros. Aprendí a soltar. Sin embargo, el hecho de haber creado muchos de los espectáculos que interpreté hizo que me costara dejar. Porque contemplaba mis necesidades artísticas como bailarín para plasmarlas en el escenario”, reflexiona desde una sala de reuniones del tercer piso de la Usina del Arte.
Tras veintiocho años de carrera, el platense acaba de empezar su gira de despedida, que contará con su gran cierre el 19 de noviembre en la Plaza Moreno de su ciudad natal, por intermedio del Ministerio de Gestión Cultural bonaerense.
Entonces remata: “A partir de ahora, las obras que tengo en mente no van a pasar por mi cuerpo. Con 42 años encima puedo decir que bailé muchísimo y entender que, si mi cuerpo no va a responder, va a ser mejor que el público disfrute de otros bailarines. En dos minutos de decaimiento, el recuerdo de una mala función puede estropear veinte años de carrera”.
–¿Qué no vas a extrañar de la vida de bailarín?
–La dedicación cotidiana. Aunque entrenás ocho horas, estás todo el día pendiente de tu cuerpo. Dejaré la etapa balletística, pero siempre voy a ser artista. Viviré más relajado. Si salgo a la noche, no necesitaré que el cuerpo responda al día siguiente. ¡Y voy a poder tomarme vacaciones cuando quiera!
¿Hablaste con algún colega sobre esta decisión?
–Me dicen la típica: “No te retires”. ¡Por eso trato de no llamarlos! Aunque si no llamás, ¡te lo dicen igual! Y yo también les he dicho lo mismo cuando ellos se retiraban. La verdad, el artista es el primero en saber cuándo va a empezar a declinar. Se trata de algo intuitivo. Y hay que resolverlo antes de que lo vea el público. Tiene que ver con el amor a uno mismo y el respeto por los espectadores. Siempre dije: “Si no me doy cuenta solo, arránquenme del escenario”. Pero no va a ser necesario.
–¿Cómo lo venís llevando?
–Aún no caigo. Hasta que no deje no sentiré el cambio. Por más que sepa que me voy despidiendo, aún estoy bailando. Mi rutina no cambió. Me levanto a la misma hora, el trabajo es igual de arduo y constante... Sí te puedo decir que, por primera vez en mi vida, no me agobia dar notas. Ya no existe la presión del estreno, de explicar lo que voy a hacer. Porque ya todo ha sido consumado arriba del escenario: ahora es tiempo de cosechar. Experimentaré el cambio dentro de seis meses, cuando ya no me tenga que levantar temprano para entrenar. Cuando llegue eso te cuento...
DE ROMEOS, PATERNIDAD Y BALANCES. “Soy un privilegiado en todo sentido. Por eso pude continuar con mi carrera después del accidente. Podría haber sido un desastre... Con el deseo trunco de seguir bailando... o quedar cuadripléjico. En medio de la vorágine y entre tanta omnipotencia, aprendí que no soy nada”, reflexiona sobre aquel episodio bisagra.
Y así, de pronto, vuelve a ser simplemente el hijo de Nelita –ex modelo y bailarina– y de Esteban –médico pediatra, que murió en 2015–, además del hermano de Marianela. El niño bonaerense de comportamiento precoz, que en los 80’ deambulaba por el estudio de danzas de su tía Chichi y a los seis años empezó a tomar clases en serio.
–¿Quién fue vital en tu carrera?
–Mi hermana Marianela, que siempre me acompañó como representante. Tenemos un vínculo enorme. Fue mi consultora. Después mi tía, que en los primeros años me dio el espacio físico para bailar. También mi mamá y mi papá, que pusieron el dinero para que estudiara en el exterior. Porque esta profesión es muy cara. Hicieron un gran sacrificio. Además, los maestros y los teatros que me formaron, claro.
–¿Hay algo que hubieras hecho distinto?
–¿Sirve que te lo diga? Porque uno hace la carrera que puede, no la que quiere. Por más éxito que tengas... Es como el poema de Amado Nervo: “Vida/ nada me debes/ Vida, estamos en paz”. Así me siento. Pero aun así nunca es todo lo que uno quiso. La vida es sabia. Que no todo haya salido como hubiese querido te baja a tierra. Por más que uno tenga una posición privilegiada, siempre va a haber alguien más arriba y alguien más abajo. Ejercité la aceptación. Aprendí que uno propone y Dios dispone.
–¿Sos religioso?
–Soy espiritual. No puedo aseverar algo que no vi. Pero no dejo de creer que, aunque no la haya visto, puede haber una fuerza superior.
–¿Qué significaron para vos y tu carrera dos ciudades clave como La Plata y Londres?
–Son donde más tiempo viví. La Plata es la familia. Y querer que esté mejor... Es una ciudad de avanzada, que fue muy importante. De hecho, en el Museo Nacional de Washington, por ejemplo, hay un mapa que destaca su esplendor por la perfección de su planificación. Y Londres es la vanguardia absoluta en un país liberal donde, por más monarquía e historia antigua que haya, la mentalidad les ha permitido ir para adelante, y donde las instituciones públicas funcionan. Cuando llegué, absorbí su pujanza.
–¿Creés en el concepto de popularizar la danza a través de programas como Bailando por un sueño?
–Son programas musicales que potencializan varios ritmos. Pero sólo una vez al año tienen danza clásica. No creo que el fin de Marcelo sea popularizar la danza. Se populariza él, no el ballet.
–Eleonora Cassano y Hernán Piquín, por ejemplo, han estado allí con ese objetivo...
–En realidad, creo que el hecho de que vayan demuestra que los bailarines clásicos pueden hacer otras disciplinas y ritmos. La danza clásica es la gran madre. De ahí podés ir a cualquier lado.
–Leí que te gustaría ser padre.
–Siempre lo dije. Sí. Es una necesidad espiritual. Cuando uno trabaja tanto con el éxito se vuelve puro ego. Pero la vida es tan sabia que un hijo te coloca en el lugar correcto. Ya no pasa todo por uno. Y te enriquece.
–¿Buscarías un hijo ahora que te retirás?
–Sí, cuando esté más tranquilo. Sería lindo. Si no viene, no viene. No cierro las puertas. De hecho voy a dejar de bailar, pero si alguien me ofrece una propuesta que me interesa, la pensaría. Porque no soy blanco o negro. El artista tiene que estar abierto a lo que fluya. A vivir y sentir.
–¿La carrera de artista te ha quitado tiempo para estar en pareja?
–No. No creo en la frase de Julio Iglesias, “me olvidé de vivir”. Me he enamorado. Me han dejado. He dejado. He amado. Y odiado.
–¿Muchos bailarines usan la profesión y el éxito como excusa para no estar en pareja?
–Creo que sí. Los artistas somos gente compleja, sensible. Tenemos, como te dije recién, un ego muy grande. Necesitamos un cable a tierra. El éxito es muy tramposo. El aplauso termina y la milanesa se enfría si no la ponés en el microondas... Pero no creo que la profesión te quite nada.
–¿No te llevó a resignar amores?
–No. Al contrario. Porque no creo en los artistas que empiezan a vivir después del retiro. Uno viene con un karma. Y hay una evolución. Pero sin la experiencia humana, ¿qué drama voy a contar arriba del escenario? Uno estudia y se perfecciona para ser el instrumento de la danza, pero las emociones están en el corazón. Ese es el software con el que realmente cuento para hacer algo. Si no está latente, no sé qué contaría... Necesitamos la disciplina, pero sin las vivencias no hay Romeo que sea creíble.
Por Ana van Gelderen.
Fotos: Maximiliano Vernazza y archivo Atlántida.
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