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La gloria y la agonía de un templo de la cultura

Publicado por
Redacción Gente

"Los países sin leyenda están condenados a morir de frío" (Patrice de la Tour
du Pin, poeta francés admirado por Victoria Ocampo).

"¡Fuego! ¡Fuego!".

San Isidro, lunes 8, diez minutos antes de las ocho de la noche. El grito de un
vecino rebotó en las mansiones de las silenciosas y arboladas calles Elortondo y
Lasalle como el primer cañonazo de una batalla, su eco bajó hasta el río,
iluminado por la rojiza luna llena, y los ojos de los primeros testigos vieron
que "la casona, con su techo en llamas, parecía un barco incendiado", como lo
definió el jardinero de una casa vecina.

Villa Ocampo, el mítico reino de la no menos mítica Victoria Ocampo, recibía un
mazazo más (el peor pero acaso no el último) en sus 112 años de existencia. Más
de un siglo dividido en ocho décadas doradas y tres de agonía que, en la noche
del lunes, casi fue una patética muerte.

LA CRONICA. Llamas en el techo del ala izquierda. El segundo piso casi
consumido. Veinte dotaciones de bomberos. Herman van Hoff -holandés, director
regional de la UNESCO- volando desde Montevideo a Buenos Aires para capitanear
la restauración. Van Hoof, que como un autómata sacó, libro por libro, decenas
de volúmenes rezumando la inevitable agua de las mangueras. Cuadros y tapices
también empapados.

La fiscal Fabiana Cotello y los expertos de la Dirección de
Investigaciones de San Isidro investigando y preguntándose si el fuego pudo ser
intencional. El arquitecto Javier de Moya deslizando su hipótesis: "Un
cortocircuito en los cables de los tabiques que separan los techos
". La
Fundación Victoria Ocampo y la Asociación por Villa Ocampo acusando a la UNESCO
por "administración fraudulenta de la mansión". Dolores Bengolea -sobrina nieta
de Victoria- avivando una brasa ante GENTE: "Esto es una guerra que tiene que
terminar. ¡Esta vez sí tiene que terminar! Por celos, por falta de grandeza,
funcionarios locales y de la UNESCO nunca se hicieron cargo de cuidar este
patrimonio cultural"
.

Voces, gritos, quejas, promesas, sospechas. Todo inútil.

LOS DIAS DE ORO. San Isidro, 1891. Manuel Ocampo celebra dos sucesos casi
simultáneos: nace su hija Victoria, y un batallón de artesanos termina Villa
Ocampo: un palacete francés de 11.201 metros cuadrados destinado a las tías
abuelas de la recién nacida como residencia de verano.

Mucho después, cuando Victoria ha pasado los veinte años, convierte a Villa
Ocampo en una Meca cultural. En su dormitorio, en el primer piso, su enorme cama
alberga la antigua máquina de escribir en la que cada noche urde sus libros y
sus artículos. En la planta baja, dos retratos firmados por Prilidiano
Pueyrredon le recuerdan a sus antepasados. La alfombra que le regaló Pablo
Picasso ya no es tal: ella la convirtió en gobelino el día en que un vándalo la
quemó con un cigarrillo. En la sala de música, ese afinadísimo piano está por
sacar patente de histórico: pronto tocarán allí Federico García Lorca e Igor
Stravinsky.

Se la ve muy bella en ese retrato que le pintó el francés Dagnan Bouveret, y no
es para menos: ella acaba de cumplir los 19, y posa con un vestido de raso
blanco, cinturón de lamé plateado, echarpe de gasa negra y una rosa roja en la
cintura, modelo firmado por Worth, entonces el modisto de las reinas, las
emperatrices y las princesas…

Después, con los años, empiezan a llegar a esa Meca muchos de los más grandes, y
Victoria, como una cazadora de testas célebres, pone sus fotos sobre una larga
mesa. Laurence Olivier, que recita a Shakespeare a despecho del brutal verano
costeño. Man Ray, fotógrafo-artista-estrella, que la inmortaliza mirándose en un
espejo de mano. El escultor Wolt, que la lleva al mármol, y que ella completa
-toque sutil- encasquetándole a esa perfecta cabeza un sombrero de raffia y un
pañuelo de seda.

Y más y más: Sri Nehru, pandit de la India. El poeta francés Paul Valéry.
Virginia Woolf. Aldous Huxley (antes o después o durante sus experiencias con el
alucinógeno mescal). Rabindranath Tagore, que se queda tres meses y dice que
fueron "los mejores de mi vida". Arthur Rubinstein. André Malraux. Y -claro- las
glorias locales: Ricardo Güiraldes, Manucho Mujica Láinez, Adolfo Bioy Casares,
Jorge Luis Borges. Bioy-Borges, que no toman nada en serio, se matan de risa y
enfurecen a Victoria porque ni siquiera saludan a Tagore:
-¡No sean mierdas! ¡Hablen con él! -exabrupto que Bioy-Borges recordarían muchas
veces en decenas de reportajes… y sin dejar de reírse.

LOS ULTIMOS AÑOS. En 1973, Victoria le dona Villa Ocampo a la UNESCO para que
perpetúe la casona "como un polo de la cultura iberoamericana". En el verano de
1979, a los 88 años, se muere. Clara, su asistente de toda la vida, recordó así
el escenario final: "Sobre la mesa contigua a la cama quedaron sus famosos
anteojos de armazón blanco, el libro que estaba leyendo (era Oda jubilar, de Paul Claudel, traducido por ella del francés y editado por Sur), con el
señalador más o menos en la mitad, dos pañuelos rosados, y una pila de libros y
de revistas viejas".

Abajo, en el garaje, mudo, su último auto: un Peugeot 504, gris perla, del 74, y
en su asiento trasero una de las pantallas de mimbre con las que se abanicaba
Victoria, la primera mujer del país que tuvo registro de conductor. Calló
también para siempre su música predilecta: Stravinsky, temas corales, temas
sacros. El agua de la fuente del jardín, en la que flotaban flores de irupé y se
reflejaba la luna (dos pequeños grandes placeres contemplativos de Victoria), no
tardó en enturbiarse. Nadie, nunca más, volvió a encender carbones en el brasero
de bronce que ella llevaba "al cuarto de la esquina", el refugio de sus charlas
con los invitados notorios. Y en la noche del lunes 8 de septiembre, 2003, a
veinticuatro años de la muerte de Victoria, también fueron fantasmas aquellos
intelectuales de diez países que poblaron Villa Ocampo en el verano del 77: el
sociólogo francés Roger Caillois, el poeta japonés Tadeo Takemoto, el escritor
colombiano Germán Arciniegas, el filósofo español Julián Marías, el filósofo
jesuita Ismael Quiles, Manucho Mujica Láinez, y hasta Bioy y Borges, que no
estuvieron. Bioy, abatido por un lumbago, y Borges, a su modo: "Perdón,
Victoria, pero tengo mucho que hacer, San Isidro está muy lejos, y hace
demasiado calor
".

Ilustres fantasmas esfumados entre las llamas, los gritos, el agua violenta de
las mangueras, los pasos nerviosos de la policía, el humo tenaz, el olor a papel
y a madera quemados, las acusaciones, las sospechas, el abandono, la burocracia.
Todo lo que pudo llevarse para siempre a Villa Ocampo, dándole triste razón a
ese poeta que Victoria amaba. Ese Patrice de la Tour du Pin que pronunció la
sentencia que encabeza esta nota, y que -por las dudas- volvemos a grabar en el
final: "Los países sin leyenda están condenados a morir de frío".

La casona de San Isidro hacia 1973, cuando Victoria Ocampo la donó a la UNESCO para que fuera un polo de la cultura iberoamericana. Para entonces estaba en perfectas condiciones.

Los techos del ala izquierda de Villa Ocampo -construida en 1891- aparecen desarbolados por el fuego. El agua arrojada por los bomberos dañó un centenar de libros. La casa estaba librada a su suerte.