Sus manos –macizas y bellas– lo dijeron todo. Arte puro y ancestral. Magia de artesano. Una sinfonía de sentimientos que se moldea con los dedos, pausadamente, dándole forma al asombro, acariciando su destino de maestro eterno. Y todo en un susurro, con la humildad de los gigantes, y la sonrisa de quien está acostumbrado a entregar su corazón.
Antonio Pujía fue uno de los más grandes escultores de este país, un referente insoslayable de la cultura. Y su fallecimiento –el sábado 26 de mayo, en Buenos Aires, a los 88 años– deja un vacío imposible de llenar.
Por la genialidad de su trabajo, claro, y por su calidad de persona íntegra y generosa, capaz de compartir sus conocimientos sin escatimar un ápice. Quedan, por supuesto, sus numerosas obras, realizadas en los más diversos materiales, que nos siguen hablando de la vida, de nosotros, del dolor y el amor, de la paz y la guerra, con milimétrica precisión. Su sensibilidad les dio forma, en la paciencia de las tardes porteñas, como sólo el maestro Pujía sabía hacerlo. Duele pensar todo lo que vamos a extrañarlo.
CON ACENTO ITALIANO. Había nacido el 11 de junio de 1929 en una pequeña aldea de Calabria, en el Sur italiano, hijo de campesinos sin grandes inquietudes artísticas. En 1937, poco antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial, llegó a este país en un barco, de la mano de sus padres. Se crió en Versalles, a orillas del arroyo Maldonado, mientras su padre se ganaba la vida repartiendo sifones.
Su pasión por el dibujo y la escultura lo llevó a estudiar Bellas Artes, a pesar de la desconfianza familiar por una carrera que consideraban demasiado romántica. El maestro ya sentía, dentro suyo, ese impulso irrefrenable. Desde sus primeros pasos, el éxito lo acompañó con fidelidad.
Se interesó en las más variadas técnicas, absorbió de primera mano la sabiduría de los genios de su época (el gran José Fioravanti, el también ítalo-argentino Troiano Troiani), obtuvo decenas de premios y sus obras ganaron enorme aceptación en el público. Desde muy joven, además, alimentó su otra pasión: la docencia, que ejerció en las escuelas nacionales de Bellas Artes Prilidiano Pueyrredón, Manuel Belgrano y Ernesto de la Cárcova, además de su propia escuela-taller. Comenzó a formar a cientos de futuros artistas, que aún hoy le rinden tributo. La encáustica es una de las técnicas que lo hicieron célebre: el uso de la cera de abeja como material fundamental para realzar el volumen y el color, además de permitir su perdurabilidad.
Cultor de un irrenunciable bajo perfil y un profundo compromiso social, se definía a sí mismo como un “obrero del arte”. Durante 14 años (desde 1956 hasta 1970) fue jefe del taller de escultura escenográfica del Teatro Colón, donde se enamoró de la danza y la música clásica.
En 1965 organizó su primera exposición, en la prestigiosa galería Witcomb, lo que terminó de lanzar su carrera al estrellato. “Los conocimientos no tienen dueño: son de la Humanidad. Aquellos que quieren guardárselos para sí no se dan cuenta de que se envilecen, tanto ellos como los conocimientos, que se pudren”, decía el maestro... Casi una declaración de principios.
Trabajó en oro, arcilla, plata, piedra, bronce, granito, mármol... Retrató dramas humanos (el hambre, por ejemplo), modeló sensuales cuerpos de mujer, homenajeó al legendario Modigliani, revisitó los temas del amor, interpretó al Martín Fierro, no dejó de expresarse en medio de la más cruel dictadura... Fueron muchas las facetas de Pujía, padre de Victorio (músico), Lino (cineasta, que en 2009 le dedicó un documental) y Sandro; amó a Susana (madre de Lino y Sandro) y sintió devoción por el renacentista Miguel Ángel.
Sus creaciones artísticas nacían de su misma entraña, inseparables del hombre. Ni siquiera las más encumbradas distinciones (incluso la de Ciudadano Ilustre de Buenos Aires, en 1992) lo apartaron de su simpleza. Lo que él llamaba un oficio lo había transformado en arte. Sus cenizas ahora descansan en el jardín de su taller, en Floresta, al pie de una higuera que el escultor quería especialmente.
Hasta siempre, maestro.
Por Eduardo Bejuk
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