El hombre detrás del estadista – GENTE Online
 

El hombre detrás del estadista

De casta le viene al perro”, dice –y no miente– el refrán. Y Raúl Ricardo Alfonsín, dueño de un bravo corazón que se apagó el último día de marzo a sus recién estrenados 82 años (los había cumplido el 12), era de casta. De pura sangre gallega, galesa y criolla. De sus antepasados de Casaldarnos, aldea del centro de Galicia, de casas de piedra, de hombres y mujeres duras que sólo saben de trabajo y sudor. De Gales (los Foulkes, el apellido de su madre), el reino donde el guerrero Uther Pendragon, padre del rey Arturo, tenía carcomida su espada “de tanto cortar cabezas de enemigos y de dragones”. Y por fin, de criollos sobrios y curtidos por la soledad de la llanura, “y ejecutores de algunas lindezas a caballo”, según un tal Borges.

EL CADETE. Los Alfonsín y los Foulkes (él, Raúl; ella, Ana María), padres de Raulito, ese bebé de grandes ojos negros destinados a ver ocho décadas nacionales de terribles convulsiones políticas y otras tantas, en el mundo, de masacres, trazaron para él, a pesar de los sobresaltos que cada tanto le daban sus enfermizos pulmones, el rigor de una carrera militar. La empezó a sus 13 años en el Liceo ad hoc, tieso en su uniforme pero más inclinado a leer a Sarmiento y a Unamuno que a las salvas de fusilería, y la terminó con razonables notas, pero apenas graduado colgó uniforme, espadín y botas. Prefirió, como pilchas, la bombacha de campo y el poncho marrón claro, y de botines, los de fútbol. Había que ver cómo guadañaba rivales en el área ese marcador de punta derecha del Deportivo Chascomús…

EL AMOR PRECOZ. Pero mucho antes, a los diez años, despuntó al amor: cuentan los muy viejos vecinos de la gran laguna que una noche de Carnaval conquistó a una niña llamada María Lorenza Barreneche, se casó con ella una docena de años después (1949), y en seguidilla llegaron los seis hijos: Raúl, Ana María, Ricardo, María Marcela, María Inés y Javier (que se prolongarían en veinticuatro nietos y once bisnietos). Para entonces ya era abogado, ya había palpado la seducción de la tribuna política, y los memoriosos juran que sus discursos no eran menos hábiles que sus piernas de eximio bailarín de tangos y milongas. Eso sí: lo perdían su pasión por la tortilla de papas (urdida con fresquísimos huevos, claro) y otras viandas, hasta el punto de quebrar el fiel de la balanza más allá del número cien…

GUITARRA… PERO ELECTRICA. Fieles testigos de cargo que peregrinaban hasta Puerta de Hierro buscando la bendición del líder en el exilio juran que cierta tarde, al preguntar Perón por los radicales, un obsecuente disparó: “No se preocupe, General; ya se sabe: los radicales son guitarreros”. Pero el general, con su sonrisa gardeliana, lo cortó: “Sí, es cierto. Pero cuidado con Alfonsín, un muchacho de Chascomús… ¡porque ése toca la guitarra eléctrica!”. Fue más que una premonición. Buenos Aires, la gran Capital, la Babilonia del Plata, nunca lo sedujo. Tejió largamente su camino al poder desde los modestos comités de Chascomús, y desembarcó a orillas del Obelisco cuando no hubo más remedio, porque se ganó una banca en el Congreso.

LA RESIGNACION DEL PONCHO. Pero lo hizo a su manera, de traje sencillo, pura confección, y el poncho sobre los hombros. Más tarde, ya en camino hacia el sillón de Rivadavia, los asesores de imagen le sugirieron que se uniformara al son de la moda, y que colgara el poncho. Se enojó. “Soy como soy, y nada ni nadie me va a cambiar”, rezongaba con su otra cara. Sí, porque tuvo dos caras. Una, cálida, amistosa, equilibrada, negociadora, discreta, comprensiva, con fino sentido del humor, irónica a veces. Pero la otra… ¡guay! Porque cuando le hacían perder los estribos, Galicia, Gales y la patria natal se le mezclaban en la sangre, veía todo rojo, y más vale que el responsable de la furia tomara larga distancia… Pero volviendo al poncho sí, poncho no, aceptó, por fin, plegarlo con amor –no para siempre– y enfundarse en un traje Christian Dior azul (nunca se arriesgó más allá del blue, el gris, el marrón), embarcarse en Aerolíneas Argentinas y concretar su debut europeo, donde lo recibieron copetudos mandamases políticos con banda presidencial.

“ME QUEDE DORMIDO”. No puedo ni debo, a esta altura, jueves 2, mientras su carne mortal ha quedado en la Recoleta, omitir una anécdota pequeña, pero de esas que definen a un hombre. Cumplía, el día de mi historia, 80 años. La cita fue a las cuatro de la tarde, en su departamento de avenida Santa Fe. Llegamos –el fotógrafo Alejandro Carra y yo– unos minutos antes, pero se hicieron las cinco, y Don Raúl no aparecía. Sus ayudantes, la gente de prensa, etcétera, amontonaban excusas: “El doctor está en una reunión… El doctor debe estar por llegar… el doctor…”. Pero a las cinco y cuarto, el doctor entró en el living y, antes del apretón de manos, dijo: –Perdonen, muchachos… Me quedé dormido… Terminado el reportaje –vigoroso, pasional: las ocho décadas y la enfermedad que acaso empezaba a minarlo no lo apagaron ni por un instante–, me regaló su libro Fundamentos de la república democrática-Curso de teoría del Estado, no sin antes escribir esta dedicatoria: “Para Alfredo Serra, agradecido por su solidaridad, con un abrazo”, y su firma, tan legible como su perfecta letra cursiva: “Raúl R. Alfonsín”, rematada por una firme línea. Un trazo tan recto como su vida.

EL GRAN DOLOR. Una vida en la que no faltó la tragedia. El, segundo patriarca de una enorme familia, el 7 de septiembre de 2004 sintió que una gota de plomo fundido perforaba su corazón: su nieta Amparo Alfonsín, de 15 años, hija de Ricardo y Cecilia, murió en el hospital Fernández. Ese día, a las once de la mañana, al entrar en el colegio Jesús María, donde estudiaba, empujó una puerta de vidrio con el hombro (sus manos estaban ocupadas por libros y cuadernos), la puerta se partió, y un pedazo de vidrio le cortó la vena femoral. La sepultaron en el cementerio San Andrés, de Chascomús, y Alfonsín arrojó sobre el ataúd el último terrón antes de las paladas definitivas. No ahorró lágrimas, y nada, ninguno de los sinsabores, los reveses y hasta las traiciones que soportó como presidente, fueron más crueles que ese instante.

MIL BANDERAS ROJAS Y BLANCAS. Su última emoción, ya casi vencido por el cáncer de pulmón, lo iluminó el 30 de octubre del año pasado, cuando la Juventud Radical, presidida por Juan Nosiglia (29), uno de los hijos del Coti, desplegó en el Luna Park el mayor homenaje que le rindieron en vida más allá del océano de almas que inundó la avenida 9 de Julio en el cierre de la campaña que lo ungió presidente. Las banderas rojiblancas y la sigla UCR fueron un largo huracán –homenaje a los veinticinco años de democracia– de cantos, ovaciones y lágrimas. Quince mil radicales lo esperaban, pero no pudo ir. Su mensaje grabado fue una conmovedora pieza de honor a la Democracia y de reconciliación hasta con los más ciegos irreconciliables. Un legado. Después, todos marcharon hasta su casa, y el amanecer los sorprendió en olor de gratitud. Esperaban verlo aparecer en el balcón, pero no pudo o no quiso, acaso por pudor republicano: ese acto –sospechó– podía ser confundido con demagogia. La detestable demagogia.

Desde el último día de marzo de este 2009 está, por derecho, en la Historia. Sí, Historia con mayúscula. Fue como el título de la novela de su amado Unamuno: Nada menos que todo un hombre. Raúl Ricardo tiene 13 años. Unos meses después entrará al Liceo Militar. El traje de baño es de lana y con cinturón, a la usanza de esos tiempos. El pecho desnudo todavía estaba prohibido.

Raúl Ricardo tiene 13 años. Unos meses después entrará al Liceo Militar. El traje de baño es de lana y con cinturón, a la usanza de esos tiempos. El pecho desnudo todavía estaba prohibido.

Año 1961, con María Lorenza y los seis hijos del matrimonio, en Chascomús.

Año 1961, con María Lorenza y los seis hijos del matrimonio, en Chascomús.

Con uno de los veinticuatro nietos –sin contar a los bisnietos– que llegó a conocer. Familia y política fueron sus grandes pasiones.

Con uno de los veinticuatro nietos –sin contar a los bisnietos– que llegó a conocer. Familia y política fueron sus grandes pasiones.

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