Hace frío, sopla el viento y una llovizna casi imperceptible moja las 230 cruces de lapacho pintadas de blanco del Cementerio Argentino en Darwin. Allí descansan los restos de 237 argentinos, representando la presencia permanente de nuestro país en las islas Malvinas. Ciento catorce están identificados, mientras que 123 lápidas tienen la inscripción “Soldado argentino sólo conocido por Dios”. No están todos: de los 649 que murieron, 323 pertenecían a la dotación del Crucero General Belgrano. De los 89 restantes, algunos han sido enterrados en el continente, pero aún restarían algunos soldados.
Este lugar, tan inhóspito y tan conmovedor a la vez, es el escenario habitual para Sebastián Socodo (32), que ahora recoge algunos palos y es desde hace cinco años el encargado de mantenerlo en condiciones, por un acuerdo al que llegó con la Comisión de Familiares de Caídos en las Islas Malvinas, que le pagan cuatro mil libras anuales (unos 28 mil pesos) por esa labor. Ni el gobierno isleño ni el británico están involucrados en el cuidado del cementerio. Hace poco, junto a su suegro, José Luis Chantada (60, que desde hace apenas un año vive en Malvinas), pintaron cercas y cruces, recogieron rosarios y acomodaron los ramos de flores de plástico que dejan, en cada visita, los familiares de los muertos.
Mientras maneja su Mitsubishi de vuelta a Puerto Argentino (hace en una hora exacta los 83 kilometros, ¡vuela!), Socodo desgrana sus últimos cinco años en las islas. Primera observación: él llama Stanley a esta ciudad de casi 3.000 habitantes. Aquí aceptan que los argentinos llamemos Malvinas a las islas, pero detestan el nombre de Puerto Argentino. Segunda: antes solía poner cumbia santafesina en su vehículo. Ahora, dice, elige La Vela Puerca. Tercera: hace cinco años lo entrevisté junto a su familia. Esta vez prefiere no exponer a su mujer malvinense, Phoebe (32), ni a sus hijos Nicole (12, argentina) y Joshua (8, malvinense), que en esa oportunidad había posado con una remera de Boca. Dice que está un poco harto de ser considerado “el argentino que vive en Malvinas”, y que tantas entrevistas que ha dado lo expusieron demasiado ante la comunidad local. Sobre todo está molesto con los “comentarios” que se suelen publicar bajo las notas en los sitios web de los diarios.
Me cuenta, de todos modos, que “la economía está mucho mejor que hace cinco años”, que sigue trabajando para la municipalidad (donde gana 1.200 libras mensuales) y con turistas y ex combatientes (“conozco a muchos, me hice amigos entre ellos, en agosto del año pasado fui a la Argentina y uno de ellos, de La Plata, me invitó al cumpleaños de quince de su hija”), a los que lleva a los campos de batalla por 400 dólares aproximadamente. Y que, a cambio, dejó su labor como bombero y estibador de barcos pesqueros. Como la mayoría de los extranjeros que viven aquí, tiene tres trabajos. “Fijate que entre el alquiler, la luz, el teléfono y el gas pago unas 900 libras mensuales”, me dice. Pero no está resignado: aquí tiene, me cuenta, una buena vida. Ahora está esperanzado en que el Standard Chartered, el único banco que funciona en Malvinas, le apruebe un crédito para construir su casa: “La que tengo en mente me sale unas 110 mil libras, y gran parte la cubre el préstamo que pedí, de 95 mil. Después lo pagaré a 25 años, con una tasa del 7 por ciento anual”.
SU HISTORIA. Sebastián llegó a Malvinas junto a Phoebe en julio de 2001, desde el barrio Don Orione, en Claypole. En realidad, su relación con las islas comenzó en 1982, aun sin él saberlo. Cuando se desató la guerra, Phoebe residía en Puerto Argentino con sus padres, Pamela (malvinense) y Reynaldo Reid (argentino), y ocho hermanos. El hombre ayudó a nuestras tropas, y luego del 14 de junio, cuando los británicos retomaron el control sobre las islas, su situación se tornó complicada. Entonces, decidieron irse a vivir a aquella localidad del sur del Gran Buenos Aires. Al año, Reynaldo murió. Tiempo después, Pamela rehízo su vida con José Luis. Sebastián y Phoebe se conocieron en la Escuela Técnica Nº 3. En 1999 se casaron. Dos años más tarde pusieron proa al sur.
“Yo trabajaba en una papelera; ganaba un peso diez por hora... nada. Lo conversamos con Phoebe y vinimos”, recuerda Sebastián. El tardó un mes y medio en conseguir empleo; ella tenía trabajo asegurado en el supermercado Kelper Store. Como Phoebe era la encargada de las compras, traía productos argentinos vía Chile. No trabaja más allí, sino en una compañía pesquera. Por lo tanto, ya casi no se ve mercadería argentina en las góndolas de las islas, con la salvedad de algunos vinos. No es un problema para ellos... excepto por la yerba, que cotiza en oro para los más de 30 argentinos que viven aquí. La cifra no es exacta: hace cinco años eran oficialmente 29. El próximo censo será en abril. Sucede que en el último año parte de la familia de Pamela se radicó en Malvinas. De los nueve hermanos Reid, sólo dos siguen en Claypole. José Luis, el suegro de Sebastián, aún conserva un negocio allí: es dueño de un garaje. Aquí, al margen de darle una mano a Sebastián con el Cementerio y algunos viajes de turismo, recién ahora consiguió un empleo fijo: el 2 de abril empezará a trabajar en el mantenimiento del aeródromo local: “Pensé que por ser argentino quizás tuviera algún problema, pero no. Pesó mucho que soy piloto civil y querían a alguien que conociera el ambiente”, cuenta.
LA IDENTIDAD. Hay un tema –que GENTE puso sobre el tapete– del que se ha comenzado a hablar en todos los niveles del gobierno argentino: el reconocimiento de la identidad de aquellos que fueron enterrados en Darwin bajo cruces sin nombre. Varias madres y ex combatientes claman por saber exactamente dónde están sus hijos. El coronel británico Geoffrey Cardozo fue el encargado de exhumar los cuerpos de los soldados argentinos, que estaban enterrados en fosas comunes donde tuvieron lugar las batallas. Fueron transportados a Darwin, cerca del poblado de ese nombre (apenas unas cinco casas) y de Goose Green, la segunda comunidad en importancia de la isla Soledad, escenario de uno de los combates más sangrientos de la guerra de 1982, en el que murieron 47 soldados argentinos. Cardozo señaló que “se hizo una detallada lista de las exhumaciones, donde numeramos a cada combatiente y a su sepultura, especificando en qué lugar de la isla fue hallado. En su momento le ofrecimos a la Argentina la posibilidad de hacer la identificación de sus muertos, pero jamás recibimos respuesta”. El propio músico británico Roger Waters le pidió a la presidenta Cristina Fernández que hiciera algo para identificar a los NN de Malvinas.
Socodo parece estar enterado de la dimensión que el asunto tomó en nuestro país: “De Cao Dalmira, referente de la Comisión de Familiares de Caídos en las Islas Malvinas, cuyo hijo Julio murió en uno de los últimos días de la guerra y que tiene una cruz con su nombre) me comentó el tema. Las madres que yo conozco en la Comisión no quieren, porque sería abrir esa herida otra vez. Puede ser que haya padres que sí quieran, y tarde o temprano sé que se va a hacer la identificación de los cuerpos. Pero no lo tienen que pedir ni el gobierno argentino ni los ex combatientes ni Roger Waters. Tienen que ser lo padres”.
Contratado por la Comisión de Familiares de Caídos en las Islas Malvinas, Socodo es quien tiene la misión de cuidar el camposanto argentino.
Cerca de donde están las cruces blancas, el 28 de mayo de 1982 tuvo lugar la batalla de Goose Green, la más sangrienta de la guerra, en la que murieron 47 argentinos.
“En estos años conocí a muchos ex combatientes, de los que me hice amigo. El año pasado, uno de ellos me invitó a la fiesta de quince de su hija, en La Plata, y viajamos con mi señora”, cuenta el cuidador.