Su historia de inmigrante comenzó mucho antes de pisar Ezeiza, hace casi tres décadas. Nacido hace 53 años en Blois –una pequeña ciudad a dos horas de París–, es hijo de franceses y nieto de franceses, polacos y yugoslavos. El nombre completo del cocinero galo más famoso de nuestro país lo dice todo: Christophe Vladimir Bernard Krywonis.
El pionero de los bistrós en Palermo Hollywood es, desde 2014, la cara del jurado de los reality de cocina de Telefe, nueve en total, incluido Familias frente a frente, el éxito del prime time de los domingos, que comparte con Dolli Irigoyen y Mauricio Asta, conducido por Chino Leunis.
En este ciclo, que rescata la cultura de las colectividades, Christophe comparte la nostalgia que provocan los recuerdos, desde su infancia en Blois hasta una serie de aventuras notables, tales como cocinar en París a celebrities de la talla de Prince o Robert De Niro, hasta toparse con piratas de carne y hueso en el Caribe.
La familia que formó en la Argentina con la mamá de sus hijas Zoe (26) y Lola (22) significó, aunque hace muchos años que está separado, la estabilidad. La llegada de sus nietos Bianca (10) y Felipe (7), el fin de su viaje.
–Tal vez, un buen punto de partida para esta nota sea el origen de tus nombres ocultos.
–Vladimir es por mi abuelo paterno y Bernard por el materno. Soy hijo de Jacqueline, cien por ciento francesa, y de Marcel, nacido de la migración de los países eslavos; su papá era de Polonia y su mamá, de Yugoslavia, yo creía que de Croacia pero parece que era de Serbia. No sé nada de ellos ni tengo lindos recuerdos, solo que eran “quilomberos” y medio brutos, aunque a la distancia, confieso que les encuentro un encanto porque mi familia francesa ¡era un aburrimiento total! Excepto mi abuela, Memé Gilles, que fue todo para mí. La recuerdo cocinando sobre una mesa gigante y yo debajo, robándole bocados y descubriendo el maravilloso mundo de la cocina. Ella falleció cuando yo tenía once años. Creo que con su muerte nació este sentimiento que tengo con mi papá; él no fue afectuoso y no entendí que no lo fuera, sabiendo que su hijo había perdido a una persona tan importante en su vida.
–¿Te molesta hablar de él?
–No, pero no suelo hacerlo. Me contaron que el año pasado estuvo al borde de irse. Yo hice mi cierre hace quince años, la última vez que lo vi. Menos mal que no esperaba nada de ese encuentro, porque si hubiera ido con la esperanza de recuperar a mi viejo, que nunca me dio bola, hubiese perdido. Lo busqué porque es el abuelo de mis hijas, pero al escuchar las mismas mentiras, le dije: “Tengo 38 años, no me afectan tus historias como cuando era niño; si no querés ver a tus hijos, no busques excusas”. Igual es gracioso, porque me transformé en un inmigrante, como sus padres, y mi hija Lola lo será también; ella cursa la carrera de escenografía y cuando se reciba, quiere irse a vivir a Japón.
–¿Heredó tu espíritu aventurero?
–¡Claramente! ¿Sintetizo mi historia antes de Argentina? A los 18 clasifiqué tercero en la prueba de mejor cocinero en la Marina Nacional francesa, y cuando me destinaron a un submarino nuclear, dije: “No, gracias”. ¡Zafé por un certificado que acreditaba que era claustrofóbico! Me enviaron a un rincón perdido en el puerto de Marsella para cocinar en medio de buques, containers y trenes de carga; era una cosa de locos, pero ¡me encantaba! Pedí la baja tras el atentado del 31 de diciembre de 1983 en la estación de Saint Charles, donde una bomba causó cinco muertes. De Marsella viajé a París y me deslumbró. Me quedé unos años en Pacific Palisades, un lugar de moda que abandoné por un puesto de chef en Martinica, en el Caribe. Era un restaurante muy lindo con un inconveniente: a los nativos de la isla no les gustaban los “blanquitos” como yo. A la semana me fui y viví una odisea increíble. Resumo: dormí en un barco secuestrado por la DEA francesa; estuve con los peores piratas del Caribe, asesinos y traficantes; conocí a las mujeres más bellas; al doctor del Calypso, el buque de Jacques Cousteau; y ¡defendí un local de unos militares ingleses!
–¿La cocina siempre te guió hacia dónde ir?
–Sí. La cocina no miente, si sos un chanta, podés engañar sólo por un rato. Al año volví de Martinica, pero yo necesitaba seguir mi viaje; por eso, el día que me reencontré con mi amigo Martín (Pittaluga), con quien había trabajado en París, y me ofreció venir a Argentina, no dudé. Tras la temporada con Mallmann en Las Leñas, estuve en el restó Súbito. Luego, dos años en la embajada de Estados Unidos en Buenos Aires: cocinarle a Terence Todman fue una lección de vida, porque me hizo ver que el secreto de la juventud radica en la creación y en reinventarse. Renuncié cuando lo reemplazó James Cheek; él solo comía hamburguesas y no quise cocinarle a un tipo que no disfrutaba de la comida.
–¿Ahí abriste tu bistró en Palermo?
–Desde el ‘93 mi meta era Christophe, lo logré recién en 1997, gracias a la indemnización del Parque de la Costa (era gerente). Yo no me quería ir de Buenos Aires y me jugué. Fueron doce años muy buenos, hasta que apareció la televisión en mi vida y cambió todo… Dedicarme full time al trabajo me costó la pareja con la mamá de mis hijas. Había abierto mi local pensando en mi familia y, más allá del éxito, al separarme perdió el encanto. Cerré en 2009, cuando tenía dos programas en el canal El Gourmet, Chefs Unplugged y Chez Christophe, y el bistró era un “hijo” que tenía que soltar para reinventarme.
–¿Y si te iba mal?
–¡No me imagino viviendo en otro lugar! Por mí, por mis hijas y por mis nietos, que son mi columna vertebral. Zoe y Lola también lo son, pero Bianca y Felipe me pueden, soy baboso, los disfruto y nos divertimos cocinando juntos, Bianca amasa y Felipe tira la masa. ¡Soy la versión mejorada de Memé Gilles! (risas)
–En Francia no sos reconocido porque te fuiste joven, ¿te pesa ser popular en otro país?
–¡Christophe nació aquí! Nadie es profeta en su tierra y no sé qué desafío sería volver. Acá tengo una familia hermosa, un trabajo que me gusta y la gente me quiere. El año próximo, cruzo los dedos, concretaré mi espacio gastronómico y desde @mundochristophe voy a fomentar un canal en las redes donde se hable de cocina. Soy un orgulloso francés que eligió vivir en la Argentina, inmigrante de la última camada y un tipo feliz.
Por Graciela Guiñazú. Fotos: Diego Soldini y archivo familiar.
SEGUÍ LEYENDO: