En un rincón soleado cerca de Biarritz, Francia, una mujer de 81 años se sienta en la terraza de su casa, y con las gafas de piloto en su nariz va narrando con una calma inquietante las hazañas que han hecho temblar a los dioses del motor. Su nombre es Anny-Charlotte Verney, la mujer que más veces ha corrido en las 24 Horas de Le Mans y una leyenda viviente en el París-Dakar. Pero para ella, la vida nunca ha sido más que un camino sinuoso que siempre ha decidido recorrer a toda velocidad.
Nacida en 1943, en el seno de una familia profundamente conectada con el automovilismo, parecía que el destino de Verney estaba escrito en el asfalto desde el principio. Su padre, Jean-Louis François Verney, vicepresidente del prestigioso Automobile Club de l’Ouest, la llevó por primera vez a Le Mans cuando tenía seis años. Fue allí, en medio del rugido de motores y el olor a gasolina, que la pequeña Anny-Charlotte señaló la pista y dijo: “Algún día correré aquí”. Esa declaración, aunque recibida con el típico “Oui, oui” paternal, se convirtió en una profecía.
Mientras otras niñas soñaban con muñecas, Anny-Charlotte soñaba con autos de carreras y desfiles de moda. “Claro, claro”, le respondió su madre cuando, en un desfile, también le dijo que quería ser modelo. A los 21 años, Verney demostró que su ambición era inquebrantable. Primero, se convirtió en modelo para L'Oréal y Hermès, viajando por todo el mundo. Pero los reflectores nunca le llenaron. Su verdadera pasión estaba en el volante, y lo sabía.
En 1972, tras años de prepararse en la sombra, Anny-Charlotte ingresó a la escuela de pilotos Bugatti de Le Mans, siendo la única mujer en un mar de 149 aspirantes. No estaba allí solo por su apellido; estaba allí porque tenía el temple y el talento. Terminó novena en el proceso de selección y pronto firmó con Citroën para pilotar su monoplaza en la temporada de carreras de ese mismo año.
En 1974 llegó su gran oportunidad cuando BP la incluyó en el equipo para las 24 Horas de Le Mans, al volante de un Porsche 911 Carrera RSR. Su padre se enteró por los periódicos, y casi sufre un infarto. Pero, como todo en su vida, Anny-Charlotte sabía que no había vuelta atrás. En esa carrera, bajo las estrellas y el frío de la madrugada, Verney encontró su lugar en el mundo. “A las cuatro de la mañana, el aire era perfecto, y el coche, una extensión de mí misma. Es una noche que nunca olvidaré”.
Verney corrió diez veces en Le Mans, más que cualquier otra mujer en la historia, logrando en 1978 la victoria en su categoría con un Porsche 911 Carrera RSR y un impresionante sexto puesto en la general en 1981 con un Porsche 935 K3. En cada una de esas competencias, su objetivo era siempre el mismo: ganar. Jamás conoció el miedo. Para ella, todo era concentración y técnica, como una danza peligrosa al borde del desastre.
Quizás por eso, cuando no estaba en Le Mans, decidió adentrarse en el París-Dakar, una carrera que es menos una competencia y más una odisea. Diez veces se lanzó a la aventura por los desiertos de África, enfrentándose a la naturaleza y, en más de una ocasión, a la muerte.
Su primera participación en el Dakar fue en 1982, con un copiloto peculiar: Mark Thatcher, hijo de la Primera Ministra británica. Lo que prometía ser una aventura de alto perfil, pronto se convirtió en una pesadilla.
Perdidos en el corazón del Sáhara y con el eje trasero de su coche roto, Anny-Charlotte, Thatcher y su mecánico se encontraron en una situación desesperada. Sin comida ni agua suficiente, Verney llegó a beberse su perfume en un intento por sobrevivir. Seis días después, fueron rescatados, pero el desierto ya había dejado su marca en ella.
“Dos días más y no lo contamos”, recuerda con una sonrisa tensa. Pero, como siempre, el peligro no logró detenerla. Regresó al Dakar otras nueve veces, sufriendo fracturas, accidentes y volcando su coche hasta siete veces en una de las ediciones. La Reina de Le Mans había conquistado el desierto, pero no sin dejar parte de su espíritu en la arena.
En 1992, en la carrera que la llevaría de París a Ciudad del Cabo, Anny-Charlotte se hizo una pregunta que nunca antes había pasado por su mente: “¿Qué hago aquí?”. Y por primera vez, no encontró una respuesta. Era el momento de colgar el casco.
Tras su retiro, Verney vivió una década en la República Dominicana y luego en Florida, pero siempre mantuvo un pie en su amada Francia. Ahora, cada año vuelve a Le Mans, no como competidora, sino como espectadora. “Todavía es mi lugar”, afirma.
Hoy, en la tranquilidad de su casa, mientras juega al golf tres veces por semana y practica pilates, Anny-Charlotte Verney sigue siendo un espíritu indomable. “Hago lo que quiero, como siempre”, dice con una sonrisa traviesa. A veces toma su coche y conduce hasta España para ver a sus amigos. Aunque ya no acelera a 358 km/h, la velocidad sigue corriendo por sus venas.
No tiene ningún Porsche en su garaje, y no es por falta de amor. Simplemente, “no quiero que me quiten el carné de conducir”, bromea. Porque la reina de Le Mans, aunque retirada, sigue siendo fiel a su esencia: una mujer que, cuando decide hacer algo, lo hace hasta el final, sin frenos, sin miedos. C’est la vie.