Antes de convertirse en el Papa de los gestos humildes y la mirada compasiva, Jorge Bergoglio era un joven común con una historia extraordinaria. El Jesuita, el libro construido a partir de extensas entrevistas de Francesca Ambrogetti y Sergio Rubin, revela el recorrido vital de un hombre que se forjó entre el trabajo duro, las tragedias familiares, el pensamiento crítico y una vocación nacida casi por accidente. “Dios siempre primerea”, aseguraba quien sería elegido como Papa Francisco I (1936-2025) el 13 de marzo de 2013.
Nacido en Buenos Aires en 1936, este descendiente de italianos egresó de la secundaria como técnico químico y a los 21 abrazó su vocación religiosa. Como jesuita, se ordenó a los 33. Era profesor de literatura y psicología, licenciado en teología y filosofía y hablaba varios idiomas. Entre los 36 y los 43 fue parte de la Compañía de Jesús en el país y poco después rector del colegio Máximo, de San Miguel. También, consignan los autores, fue confesor de la comunidad en el colegio del Salvador, en Buenos Aires.

Fue docente, un pastor convencido de que la Iglesia debía ser “transmisora y facilitadora de la fe” en lugar de “reguladora” y un caminante de la esperanza que pasó de su residencia jesuita en Córdoba a convertirse en pocos años en arzobispo de Buenos Aires, entre otros peldaños previos al Papado.
A continuación, las confesiones de Jorge Bergoglio. Qué pensaba. Cómo la fe lo encontró sin esperársela. Su vocación, el dolor, el trabajo, la austeridad “de ser uno más” y su compromiso con los más desprotegidos.
Cómo una Primavera Dios lo encontró con la “guardia baja”: una confesión que fue una revelación
El 21 de septiembre, Día del Estudiante, un Bergoglio adolescente decidió pasar por su parroquia antes de verse con sus amigos. Al confesarse con un sacerdote desconocido, algo dentro de él cambió para siempre. “Dios me sorprendió con la guardia baja”, relató.
Aquella experiencia selló su vocación: no iría a la estación, no festejaría con sus compañeros. Su rumbo estaba trazado: ser sacerdote. “Desde ese momento para mí, Dios es el que te ‘primerea’”.
“Fue la sorpresa, el estupor de un encuentro. Me di cuenta de que me estaban esperando”, compartió en El Jesuita.

El chico que limpiaba en una fábrica de medias y cocinaba para seminaristas
A los 13 años, su padre le dijo: “Es hora de que empieces a trabajar”. Lo hizo limpiando en una fábrica de medias, y luego en un laboratorio bromatológico, donde conoció a Esther Balestrino de Careaga, secuestrada años más tarde por la dictadura.
“Me enseñó la seriedad del trabajo”, recordó con gratitud. También cocinaba, aprendiendo de su madre paralítica (Regina María Sívori, quien padeció esa condición después del parto de su hija María Elena), que lo guiaba desde la silla: “Así aprendimos todos a hacer milanesas”. “El trabajo fue una de las cosas que mejor me hizo en la vida”, sentenció Bergoglio.

El pulmón que cambió su manera de mirar la vida y la enseñanza del dolor
A los 21 años, una neumonía grave lo llevó al quirófano y le extirparon parte del pulmón derecho. “Me preguntaba a mí mismo qué me pasaba... el dolor era tremendo”. En ese trance, una monja le dijo algo que lo marcaría: “Lo estás imitando a Jesús”.
A partir de entonces, entendió el sufrimiento como camino de transformación. Jorge aseguraba que “vivir el dolor en plenitud es un regalo” y que, si bien no es una virtud en sí misma, “sí puede ser virtuoso el modo en que se lo asume”.
La vocación que molestó: “La vieja se enojó mal”
Cuando finalmente decidió entrar al seminario, su padre lo apoyó sin restricciones, pero fue su madre quien se opuso con fuerza. No lo acompañó en su ingreso, y durante años no aceptó su elección.
“Ella lo vivió como un despojo”, recordaba Bergoglio. Fue recién en su ordenación, cuando lo vio convertido en sacerdote, que se arrodilló y le pidió la bendición.
Su abuela (Rosa), más comprensiva, le dijo: “Si Dios te llama, bendito sea. Y si volvés, esta casa siempre va a estar abierta”.

Un lector de Borges y Leónidas Barletta con alma de misionero
“Nunca fui comunista, pero leía las publicaciones de Leónidas Barletta porque me ayudaban a pensar”. Formado en filosofía, psicología y literatura, Bergoglio era un lector apasionado. Leía mucho a Borges y a Barletta y soñaba con ser misionero en Japón. No pudo por cuestiones de salud.
Aun así, nunca dejó de estudiar, enseñar y predicar con profundidad. “Dios me dio unos cuantos años de changüí”, comentó sobre su demora en entrar al seminario. Su pensamiento se forjó entre libros, silencio y política entendida como servicio.

Su austeridad y su idea sobre la muerte
“Jamás se me ocurrió hacer un testamento. Pero la muerte está todos los días en mi pensamiento”, solía decir. Siempre fue un jesuita austero, sin chofer, sin sotana. Cuando fue nombrado cardenal, en 2001, no quiso nuevos ropajes: adaptó los de su antecesor.
Viajaba en colectivo, respondía su propio teléfono, vivía en un cuarto austero en la curia y pedía a quienes planeaban viajar a Roma para acompañarlo que donaran el dinero a los pobres. “Seguí usando mi agenda de bolsillo y no me mudé a la residencia arzobispal. Prefería el trato directo con todos”, contaba.

En una de sus visitas habituales a las villas de emergencia de Buenos Aires, Jorge Bergoglio compartía una charla con los hombres de la parroquia Nuestra Señora de Caacupé, en el corazón del asentamiento de Barracas. De pronto, un albañil se levantó emocionado y le dijo: “Estoy orgulloso de usted. Lo vi venir en colectivo, sentado al fondo, como uno más. Se lo conté a mis compañeros, pero no me creyeron”.
Ese gesto simple selló para siempre el vínculo de Bergoglio con la comunidad. “Lo sentimos como uno de nosotros”, resumieron. Y no era una frase: era un reconocimiento nacido del respeto.
El rol de su abuela y la herencia de los inmigrantes italianos
Hijo y nieto de inmigrantes italianos, su identidad se moldeó al calor del hogar piamontés. Su abuela Rosa fue una figura clave. Le hablaba en dialecto, lo cuidaba de niño, le transmitía el sentido profundo de la nostalgia.
“Encontrarse con los abuelos es reencontrarse con el pasado”, repetía. Durante una de las entrevistas que hiciera con los autores de El jesuita, citó de memoria a Hölderlin y a Nino Costa, evocando la poesía como ancla de memoria y ternura: “Perder la nostalgia es perder una dimensión humana”.

El día en que actuó ante una injusticia durante la represión policial en 2001
Durante los días más oscuros del estallido social de diciembre de 2001, cuando el país ardía y los ahorristas golpeaban las puertas de los bancos exigiendo lo que era suyo, Jorge Bergoglio no se mantuvo al margen.
Desde su ventana en la sede del Arzobispado, observó con estupor cómo la policía reprimía con violencia en Plaza de Mayo. Fue entonces cuando tomó el teléfono y llamó directamente al Ministerio del Interior. Lo atendió el secretario de Seguridad. Sin titubear, Bergoglio le exigió que distinguiera entre los manifestantes que causaban desmanes y los ciudadanos comunes que solo reclamaban por su dinero. “No son lo mismo”, advirtió.
Esa intervención directa, como mencionan Francesca Ambrogetti y Sergio Rubin, reflejaba una preocupación que ya venía marcando su pensamiento: “El deterioro económico y moral del país”.
En aquellos años, mientras ascendía en la estructura eclesiástica, Bergoglio consolidaba una línea moderada pero firme, crítica del neoliberalismo, del sometimiento a las recetas del FMI y del peso injusto de la deuda externa sobre los más pobres.
Sus discursos anteriores al colapso ya alertaban sobre la fractura social, el abandono del Estado y la dignidad herida de los excluidos.
Foto: Archivo Grupo Atlántida
Compilación material de archivo: Gustavo Ramírez