"Transitar el camino de la enfermedad en todas sus etapas debe dejar un aprendizaje para entender como disfrutar la vida a pleno, logrando regresar empoderados luego del tratamiento o disfrutando la vida junto al cáncer”, dice emocionado el oncólogo Fernando Petracci. Y no es para menos:con él como organizador, junto a 54 personas, 36 de ellas mujeres pacientes, 13 de las cuales transitan un cáncer de mama metastásico en tratamiento crónico, acaban de desafiar la mayor de sus metas: la Cordillera.

Porque en tres días a pura intensidad arribaron a pie hasta el lugar donde aquel 13 de octubre de 1972, hace medio siglo exacto, se estrellaba el vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, con 45 tripulantes que viajaban desde Montevideo a Santiago de Chile. Un famoso accidente con no menos conocido final: tras casi dos meses perdidos, lograron sobrevivir 16 personas, en lo que se conoció como El milagro de los Andes.
“Organizar esta travesía significa ser ejemplo para otros pacientes y colegas de que podemos hacer más por nuestros pacientes, podemos cambiar sus vidas, conectarlos con la naturaleza y la montaña, sacarlos de su estado de confort, motivarlos como nunca fueron motivados por nada ni nadie, generarles un ámbito físico y emocional de encuentro con pares no habitual”, enumera el incansable Petracci bajando las fotos y los videos a su computadora, editando los videos ya en Buenos Aires, y recibiendo en tiempo real un mensaje que, entiende, "en cierta manera resume este viaje que acabamos de culminar. Es algo que escribió Jésica Ascurra, y me permite compartirlo con GENTE", lo lee...

La carta de Jésica Ascurra
Bueno, familia… les cuento.
Claramente subestimé la montaña. Fue duro, durísimo, y puedo asegurar que me dieron una linda cachetada. Hubo momentos que me planteé mi vida, replanteé mi viaje, y me pregunté: “¿Que mierda hago acá?”. Lloré, grité pero, aun así, caminé. El primer día ya empecé quebrada a la hora seis de caminata y todavía quedaba una más hasta arribar al campamento.
Llegar la primera noche no fue para nada aliviante: ahí me di cuenta que no sólo puteaba y lloraba de cansancio, sino que me explotaba la cabeza… Claramente, por más agua que haya tomado o más acostumbrada que estuviera a la altura, me sentía apunada. Estaba decidido: no iba a llegar a la cima. Me encontraba en un ochenta por ciento segura de quedarme en el campamento al día siguiente. Clavé pasti y después de llorar un poco más, me fui a dormir.

Al día siguiente no me dolía nada y mi cabeza estaba mejor. En una decisión bastante apresurada me vestí y me aliste para salir. Me alejé un poco del grupo, para ir a mi ritmo, y empecé a caminar, y a caminar, y a caminar. Llegar a la cima fue la peor parte. A las seis horas y una antes de arribar, esperaba la peor pendiente y la peor subida. Una vez más llore, puteé y pataleé pensando otra vez: “No llego, no llego”. Algo dentro mío me preguntaba: “¿Qué te duele?”.
Hacía un scanner mental de todo mi cuerpo, desde el pie, pasando por los tobillos, pantorrillas, rodillas, muslos, espalda, cuello, y la respuesta siempre era “no, no me duele nada, está todo en tu cabeza, podés seguir, ¡seguí!”. Y seguía. Así llegué a la cima.
Sin ánimos de ofender un lugar tan especial para tanta gente, donde dicen que la energía que se siente es emocionante, impactante e inigualable, mi cabeza sólo podía ver una pilita de piedras, un par de escombros oxidados y un montón de placas que mi cerebro no podía ni leer.

En lo único que lograba pensar en ese momento era en que todavía quedaba el trayecto de vuelta al campamento. Sabía que no iba a tardar las siete horas de ascenso, pero también que no serían menos de cinco. Desesperanzada, nauseabunda, con ganas de hacer pipí y con ochenta personas alrededor en todas las direcciones, me mandaron a comer. Tildada, medio vomitiva y con cero de energía, no podía tragar. Me quedé sentada buscando algo de confort en una piedra dura a pleno rayo de sol. El confort nunca me visitó.
Emprendí la vuelta. La primera bajada sentí el primer dolor, un pinchacito en la rodilla. Y pensé: "Si sigue, pido caballo". Pero la pendiente, el caballo, la pendiente, el caballo y la pendiente... Bueno, esperé. Y bajé. Bajé bien, bajé rápido, la rodilla se calmó, y la pendiente llegó a su fin. Y así pasaron tres horas más caminando y caminando. Lo peor era saber que ya había pasado por los lugares. Entonces más o menos sabía lo que faltaba para llegar. Un arma de doble filo porque tomaba conciencia de que lo que faltaba era un huevo.
Y de repente algo en mí hizo click, algo se activó. Sabía que estaba ahí sola, pero acompañada, en el medio de la montaña, en el medio de todo y a la vez en el medio de la nada. Y respiré. Llené mis pulmones, y pensé: se puede, el cuerpo no duele, sólo no quiere. Hay que convencerlo. Y volví a respirar. Llené mis pulmones y los sentí llenarse de aire, de oxígeno puro. Sentí mi corazón latir, haciendo fluir mi sangre hasta todos mis músculos, mis piernas, mis pies, mi cerebro, oxigenando todo mi cuerpo.
Respiré y apagué todo tipo de expectativa. No pensaba llegar. En vez de mirar hacia adelante para ver la millonada de lomas, de subidas y bajadas que me esperaban, mire para atrás para ver la millonada de montaña que había vencido. Mire para atrás para luego concentrarme en el ahora, en que sólo tenía que poner un pie delante del otro. En que, hasta que no doliera, no estaba permitido parar.
Sin quererlo, me conecté conmigo. Pude dividirme entre lo físico y lo mental, sabiendo quién quería frenar y quién podía seguir. Y me escuché, me alenté, y seguí adelante.

A veces les preguntaba a los guías: “¿Cuánto más falta? ¿Cuánto más queda?”. En los tres días la respuesta nunca era menos de dos o tres horas. Sí, preguntar también era desalentador.
No puedo explicar muy bien qué pasó después de eso. Siguiendo los consejos que mi hermana me había dado antes de salir de casa, me puse auriculares y gasté los últimos minutos de batería del celular en escuchar música. Habrán sido cuarenta minutos. Pero resulta increíble comprobar cómo es cuando no tenés al diablito en el cerebro repitiéndote: “Hasta acá”, “ya no más” y “basta” .
Ahí, escuchando la música, nadie me daba aliento, pero tampoco nadie me tiraba para abajo. Y en ese limbo que encontró mi cabeza mi corazón redobló el tiempo, resurgiendo una energía que ni yo sabía que tenía dentro. Pronto comencé a acelerar, a superar los pedazos de caravanas que se iban desarmando a medida que alguno perdía el ritmo...
Sin embargo, llegué al campamento pensando que las últimas doce horas de mi vida habían sido en vano. Que de haberme quedado la hubiera pasado mil veces mejor. Pero, claro, no estaba ahí para pasarla bien. Había ido a aprender.

El último día cruzamos cuatro ríos de agua helada, que si bien te dejaba los pies con la sensación de agujas pinchándote, al instante, por su frescura, te permitía calmar el dolor de horas y horas de caminata. Dejar atrás el último río fue tarea ardua. Ya bajada la montaña, con toda la inmensidad en la espalda, aguardaban cincuenta minutos de piedra sin sendero pero con pozos y arroyos. Era el último tirón, el último esfuerzo, divisar el lugar de encuentro en el que esperaban los autos a los que nunca terminábamos de poder llegar.
Para ese momento en la caravana del arribo éramos cuatro. Poco a poco, mientras ellos se adelantaban, yo me fui quedando sola. Pronto activé todos los mecanismos que había aprendido el día anterior. Pero no podía evitar pensar que la estaba pasando mal, que ya era suficiente, que nunca más me volvería a subir a una montaña, que no tendría que haber comprado el equipo para esa expedición, que le iba a regalar las botitas a la guía, "porque seguro le va a dar mejor uso que yo". Sólo imaginaba la sensación de una ducha caliente, de sentarme en un asiento mullido y de poder lavarme las manos hasta sacarme el interminable polvo que las cubría.

Y ahí pensé en algo que me dijo una de las chicas el primer día: “Vos todavía estás enojada”. Lo mismo que una de mis hermanas me había comentado el día que la visité en Miami hace un tiempo: “Vos estás enojada”... Una frase que la psicóloga ya me había planteado varias veces. “Vos, ¿por qué estás tan enojada?”... Y era cierto.
Mi enfermedad empezó siendo un “simple” cáncer, un tratamiento de unos meses que pude aceptar rápidamente, hasta que en una semana cambió todo el panorama y llegó la metástasis. Esa puta metástasis que me hace ir cada veintiún días a encontrarme con una aguja, que a veces entra y a veces se rehúsa a hacerlo. Esa metástasis que me angustia y me enoja. Sí, me enoja haber tenido la apertura de saber agradecer el aprendizaje que trajo la quimio, pero sin que mi cabeza encontrara el sentido al porqué de la metástasis. "¿A qué venís?" "¿Qué venís a enseñarme?" "¿Por qué estas acá?"

Muchas veces escuche a Fernando Petracci (organizador de esta travesía, médico oncólogo y ultramaratonista) hablar del tema. El año pasado había llevado un grupo parecido de pacientes suyas que hacía años habían dejado esto atrás y hoy se encuentran recuperadas. Por ahí siguen con controles, pero tienen la felicidad enorme de haber puesto un moño a este hermoso regalo y quedarse con el aprendizaje y sólo alguna cicatriz en la piel como souvenir.
Pero este año 2023 era el del grupo de las chicas con metástasis. Y me cruce con varias mujeres que hace años están en mi situación, que llevan esto con el peso que tiene pero no como un lastre, que aprendieron a convivir con él. Y ya al final del camino lo comprendí:
Si mi cáncer hubiera sido sólo un cáncer, jamás habría llegado a donde estaba parada en ese momento: a un paso de la meta. En esa montaña que caminaba, mientras lo hacía, iba aprendiendo…
Si mi cáncer hubiera sido solo un cáncer, no habría llegado a la primera expedición porque hubiera estado muy cerca de la quimio y no iba a llegar ni al borrador de la lista de convocadas.
Y si mi cáncer no venía con esa metástasis, no habría sido seleccionada para formar parte de la expedición, porque no contaría con los requisitos mínimos para acceder a ella. El requisito mínimo: la metástasis.
¿Conclusión? Todo nos lleva a algo, todo nos trae a este momento. El camino no es la guía. A veces se pierde, otras se encuentra. Cada segundo en tu vida importa, y a veces, por más que te pese, hace falta pasar por algo de sufrimiento para valorar lo que ténes, en lugar de enfocar en lo que te falta.

Uno de los guías me lo dijo el primer día, y es una frase que va a quedar conmigo de por vida: “La montaña nunca devuelve a la misma persona”. Puedo certificarlo. Celebremos a "la montaña", celebremos el aprendizaje y la profundidad. Alegrémonos que gracias a mi última montaña, hoy puedo agradecerles a todas, hasta la más puta de todas, la que me llevó ahí, a ese momento, a ese lugar, para poner mi cuerpo a prueba y superar la adversidad, conocer que mis limitaciones están en mi cabeza, saber que por más cansancio que exista, quien determina las cosas es la cabeza.
Y ya no me siento enojada, ya no me siento mal, ya no me creo presa de la medicación. Ya se quien manda en este circo. ¡Acá, mando yo!
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Tras finalizar la lectura del texto, el médico Fernando Petracci respira profundo, contiene la emoción y cierra: "¿Falta contar algo más?"
Seguramente no.





Agradecemos a Fernando Petracci por proporcionarnos el material fotográfico y fílmico para la presente nota