El jueves 24 de abril, a las 7.45, fui uno de los primeros en entrar a la Plaza San Pietro a darle el último adiós a nuestro querido Papa. Emoción, angustia, intriga y, sobre todo, mucha paz mental pasaban por mi mente en ese viaje.
Llegué a la plaza y, luego de los controles de seguridad, tenía tantos nervios de entrar a la capilla para verlo… Fui al toilette, me peiné y me cambié mis gafas por unas sin vidrios que tengo de mis abuelos. Recé y entré. Ya a esa hora unas 5 mil personas estaban esperando para entrar. Había un pasillo largo, toqué la puerta de entrada y le di un beso.
Luego, caminando hacia ese momento, en el pasillo central, miles de personas -muchas consagradas, sacerdotes y hermanas- caminaban para verlo a él. En el camino, se me pasaban mil cosas por la cabeza. No podía creer estar en ese lugar, que mi mente estuviera en ese momento tan histórico: el funeral de un Papa.
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En esa capilla pasaron personas y se casaron… El clima era de la Reina de Paz. Cuando llegué, pedían no tomar fotos. Miles de personas de seguridad, todos a paso lento porque no podías detenerte. Llegué, me detuve un minuto frente a él, me toqué el corazón y le dije: “Gracias por tanto, querido Papa…”. Seguí caminando y, a la izquierda, estaba la entrada de los invitados especiales, a la intimidad. A la derecha, para íntimos e invitados —cardenales, religiosos y amigos— y a la izquierda para presidentes de Estado, entidades de la Iglesia, embajadores.
Llegué y me puse en la pequeña fila para estar al lado de él. Mucha seguridad, todos vestidos de esmoquin, con frac, personas con ojos claros, piel blanca, una especie de ángeles que lo rodeaban. Todos con una postura de funeral, un style único que protegía la seguridad del féretro. En ese momento, le pedí a un cardenal que estaba adelante (parecía hindú) si podía tomarme una foto, y es esa foto la que tengo antes de entrar a despedirme de él.

Llegué y me largué a llorar. Recé por todos, agradecí por todo lo que hizo por ser argentino, el argentino del bien que el mundo necesita. Se entraba en grupos de cinco personas. Yo ingresé con un grupo de hermanas de la congregación de Calcuta. No sé por qué la vida siempre me rodea de mujeres, y en ese momento estaban ellas, vestidas de blanco, con su velo azul eléctrico. Mayores de edad, se pusieron en cuclillas. Yo me tocaba el corazón y, con el rosario en la mano, miraba su cara, sus manos, su anillo y su rosario negro. En su gesto, estaba alegre. Pero mi sensación al verlo era que tenía una expectativa un poco mayor. El cuerpo se notaba hinchado y de un color no muy saludable. Los ojos hinchados y su nariz muy trabajada. No sentí que él tuviera esa nariz en la vida real. No lo vi antes en persona, pero fue mi percepción.
El cajón fue lo más simple que vi. Una madera rasa, nada de lujo, ninguna joya. Las pompas de una tela similar a un tafetán rojo. Sin duda, él dio indicaciones de que su cajón debía ser simple. Y todo lo que se veía de él, la simpleza, se notaba y se sentía. Lo majestuoso era el lugar: atrás de él, rodeado de cuatro generales vestidos de rojo y amarillo, con sus lanzas. Y detrás, el altar y los ángeles de la iglesia de San Pietro: ángeles negros, bandas en oro, y muchas flores blancas, cánticos celtas. El tiempo se acortaba y tenías que seguir. Logré tomar un video y una foto. Si bien no se podía, todos tomaban fotos de ese momento. Y esa es la foto que tendré por siempre.

Luego, sus custodios te guían hacia la salida, o bien de manera random o bien por señal del cielo. Ellos dejaban a algunos invitados rezar al costado, en los bancos que lo rodeaban, como primera fila. Y me tocó. Me senté de cuclillas, saqué mi rosario celeste como la bandera argentina y le recé desde la primera fila. El cajón se veía desde el lateral izquierdo. Enfrente tenía a los invitados políticos y jefes de Estado. Se veían familias vestidas de total negro, mujeres con capelinas, que como yo se acercaban del lado izquierdo a despedir al Papa. Algunos traían flores. Recuerdo que en ese momento llegó la presidenta del consejo de ministros de Italia, Giorgia Meloni.
Mi mente trataba de concentrarse para poder agradecerle a él por todo lo que dio en esta tierra, pero sin dejar de pensar que miles de personas me estaban mirando, al costado del féretro del Papa Francisco. Recé un rosario en cuclillas. Luego me paré, me emocioné, y no podía creer que los de seguridad no me pedían que me retirara. Por momentos pensé que sería porque tenía una mochila con un escrito que decía “Not Dead” y tal vez ellos pensaron que sería un enviado, un amigo o alguien. Pero a todos los que compartían conmigo el banco les pedían que se retiraran, y yo seguía. Estuve aproximadamente una hora y media en ese banco, sentado al lado de él, despidiéndome, viendo a cada persona, sus gestos.
Una señora le dejó una estampita de la Virgen de Luján. Nunca me lo voy a olvidar, porque ella le dijo a uno de los guardias: “Me gustaría dejar esta estampa de la Virgen de Luján”, y yo vi su imagen. Por eso recuerdo la Virgen de Luján. No sé por qué no podía mirarlo tanto a los ojos, pero justo donde estaba podía ver más sus manos, sus dedos anchos, pero en la parte de las uñas más pequeños.
En ese momento, cambiaron a mi lado personas. Una de ellas, una persona mayor, me pidió si podía sacar una foto. Yo le dije: “No se puede”, y después me arrepentí. Le dije: “Yo se la saco”. Se la saqué, le di el celular, y al instante vino el de seguridad y le dijo: “Señora, se tiene que retirar”. Luego se sentó un cardenal, por su vestimenta jesuita, que también rezó junto a mí. En un momento, se notó que llegó alguien del poder también, porque se veía que los de seguridad escoltaban a alguien que llegó con un velo negro en la cabeza, una cartera de Hermès. Se paró al lado del féretro unos minutos y se retiró.

El tiempo se acotaba, pero mi mente lograba emocionarse. Lloré, cosa que no me pasa seguido. No soy de llorar mucho ni de emocionarme. Me concentraba, pero tenía todas las cámaras frente a mí. Luego de ese tiempo, uno de los principales de seguridad —podríamos llamarlo el maestro de ceremonia— le hace una seña a otro más joven, con un brazalete blanco, y me dice que está por comenzar la cima responsorial. Me marca el camino para salir. Me detengo un momento, voy nuevamente al lado del cajón. Sólo ellos dan la señal para que no pase nadie. Y fueron 4 minutos donde me toqué el corazón con el rosario y le dije: “Gracias, gracias, gracias”. Acongojado, me acompañaba.
Por detrás del altar comienza la misa, con cánticos gregorianos, y una hombría de sacerdotes vestidos de blanco pasan a mi lado iniciando la misa. Una misa cantada, única. Escuché misa desde la primera fila y salí de San Pietro, anonadado por todo lo que me pasó. Llovía, la gente con paraguas, y entré a la librería-farmacia del Vaticano, donde se encuentra la posta del Vaticano. Lugar que recuerdo que en mi primera visita al Vaticano le mandé una postal a mi familia, y es un recuerdo único que muchos hacen: desde el Vaticano, enviar una postal a sus seres queridos.
Compré un rosario del Papa, unas postales y un perfume. Seguí caminando por la Plaza San Pietro, que se estaba preparando para el funeral final del día sábado, y partí.
*Nicolás Freijo es periodista de moda y lifestyle.
Actualmente vive en Italia y trabajó
con celebridades como Adriana Lima y Eva Longoria.
Es amigo de Nicole, esposa de Antonio Banderas,
y primo de Dolores Barreiro.